Las caras de Murillo
Eva Díaz Pérez (Sevilla, 1971) ha aprovechado el cuarto centenario del nacimiento de Murillo para evocarle en un relato. ¿Biografía novelada? No exactamente. La autora presenta a su personaje pasados los sesenta, en la cima de su fama, maltrechode salud, y dándose un costalazo tan doloroso al ultimar desde un andamio Los despo
sorios de Santa Catalina que queda ya inhabilitado para la pintura, y no tiene otro asueto que rememorar su vida pasada, los fantasmas de su existencia, sus éxitos y los secretos de su alma. Leemos así, en oleadas retrospectivas, los principales episodios de su carrera, y las influencias, las creencias y los humus que han ido acrisolando su poética.
Sevilla le ve nacer y ya no le suelta, yaunqueha dejado deserla capital económica del imperio, tiene tal cantidad de florecientes palacios, conventos e iglesias que, tan pronto nuestro hombre despunta como artista, no da abasto de encargos, y amedida que destaca por sus inmaculadas y sus pilluelos, su obrador se convierte en un foco lleno de aprendices, de donde salen obras para la ciudad pero también con destino a las iglesias del Nuevo Mundo. Eva Díaz perfila bien aMurillo como paterfamilias entrañable, con una numerosa prole y una esposa tierna que, cuando venga la peste que devaste a lamitad del censo, se quedará sin tres de sus retoños. Su consuelo será después frecuentar las iglesias del barrio donde estas criaturas han sido inmortalizadas como angelotes en los rompimientos de gloria pintados por el marido.
Con un estilo muy jugoso y un celo meticuloso por el detalle histórico, Díaz Pérez nos da un Murillo librado del todo a su arte, afanándose siempre por copiar del natural, que busca sus efigies san-
Díaz Pérez describe varias facetas del artista, el paterfamilias y el pintor dedicado a imitar lo natural
tas en los rostros de la calle, y que nodudaentoma rdeunaramerala mirada arrobada que luego traspasará a la mismísima Virgen María. “Miraba a la tierra para pintar el cielo”, leemos, y en verdad que para atinar con la estremecida expresión de susmártires, le bastaba con acudir a los autos de fe y observar las caras contraídas de los herejes en el momento de arder.
Es muy de notar por cierto que Murillo, a pesar de haberse impuesto en su ciudad con una iconografía de religiosidad amable, a menudo estuvo inseguro sobre el valor de su arte. Eva Díaz se da buenamaña en reflejar tal aspecto, que aflora por lo menos en dos ocasiones: a raíz de una corta estancia en Madrid, conoce a Velázquez, ve sus Meninas y por comparación se siente achicado. Y cuando en la última madurez, comparte con Valdés Leal el encargo de decorar el hospital de la Caridad, se preguntará si su colega y rival, con sus calaveras y cadáveres corruptos, no habrá captado mejor las atroces realidades de su siglo.
Cuatrocientos años después sabemos que Murillo hizo bien en perseverar y ahondar en su estilo, adivinando el rococó.