La Vanguardia - Culturas

Diez películas para el verano

No se trata únicamente de un juego, sino de una elección vital. Pues el verano es algo más que sol y playa. Es como el cine: algo efímero que, sin embargo, siempre acaba regresando, aunque sea fugazmente

- CARLOS LOSILLA

Si hablamos de cine, el verano no es sólo una cuestión estacional, sino también estética. Digamos que el tiempo meteorológ­ico tiene que ver con una cierta textura de la imagen. ¿Quién puede olvidar, una vez vista, la lluvia que cae en el lago de Una partida de

campo (1936), de Jean Renoir, tras el escarceo amoroso entre la pareja? ¿O la que termina con el romance de Un verano con Mónica (1951), de Ingmar Bergman? ¿O los rayos de sol que iluminan a los personajes de El árbol de la

vida (2011), de Terrence Malick, mientras corren por el jardín? ¿O el deseo súbito que invade al protagonis­ta de Verano del 42 (1971) tras ver a Jennifer O’Neill durante un espléndido día estival? Muchos teóricos han destacado la capacidad del cine para mostrar la condición física de los objetos, de la luz, de los cuerpos. De hecho, el cine quizá no se dirija a nuestras emociones, ni a nuestro intelecto, sino a nuestros sentidos. Y a lo único que nos queda cuando nos liberamos de las obligacion­es cotidianas o laborales: salir corriendo para enfrentarn­os al mundo y mirarlo, y tocarlo, y olvidar todo aquello que no sea el momento de la sensación verdadera, como decía Peter Handke en uno de sus mejores libros.

Por lo tanto, una isla desierta supone la soledad absoluta, la ruptura con la civilizaci­ón, obligada o voluntaria. Pero también el contacto con los elementos: no tanto el tópico de lo virgen como la rebelión en estado puro. En una isla desierta no se hace nada, no se contribuye ni a la productivi­dad ni al consumo. Se interrumpe el circuito de la compravent­a, incluso de sentimient­os. Ver cine también es un poco eso: estar quieto, mirar, apagar las luces, ni siquiera moverse.

Por eso llevarse películas a

En este terreno, el periodo estival no es sólo una cuestión estacional, sino también estética Digamos que el tiempo meteorológ­ico tiene que ver con una cierta textura de la imagen

La soledad absoluta y la ruptura con la civilizaci­ón incluye, también, el contacto con los elementos Obras que nos hacen sentir suspendido­s, flotando en un aire tibio. Y por ello, a veces, son las más tristes

una isla desierta debe de ser el colmo de la inacción, del rechazo de todo lo demás. Y por eso las películas que uno tiene que llevarse a la isla que haya elegido este verano para perderse deben hablar también de esa estación, deben imbuirnos de una absoluta sensación de laxitud.

Las películas que hablan del verano son, así, doblemente sensoriale­s si las vemos alejados de todo, en esa ruptura con el mundo que es el propio verano. Hablan más quedamente, ya no deben recurrir a la nostalgia que supone ver el sol cegador en pleno diciembre, o un mar resplandec­iente y calmo cuan- do afuera sopla el viento frío.

Escoger diez películas estivales para llevarse a una isla desierta durante un verano como este no es, pues, un simple juego. Es una apuesta. Nos dice mucho de quien las escoge, de lo que cree que es el cine, pero también de lo que cree que es la vida. Es como preguntarn­os a nosotros mismos qué películas escogeríam­os si un buen día nos diera por romper con todo. No son las películas de nuestra vida, aunque a veces puedan coincidir con ellas. Tampoco son las que más nos han hecho reflexiona­r sobre algo, ni las que más nos han impresiona­do. No es una cuestión de planos, de relatos, de cadencias narrativas.

Es, más bien, las que nos hacen sentir como suspendido­s, flotando en un aire tibio e inmóvil. Y por ello, a veces, también son las más tristes, tan bellas en sí mismas que anuncian su propio final, y el de nuestro verano y nuestra isla, que un día desaparece­n tal como llegaron. Antes de que llegue ese momento, sin embargo, les quiero mostrar mi elección: diez películas que hablan del verano que cada uno debe ver en su isla, alejado de todo, como gesto de resistenci­a ante cada verano que pasa.

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