La Vanguardia - Culturas

¡Que reine el caos!

En este ensayo divulgativ­o Tim Harford defiende el poder del desorden, tanto en el entorno como en la actitud personal, para fomentar la creativida­d y el trabajo intelectua­l, es decir, para el desarrollo de grandes mentes y la gestación de grandes invento

- ANTONIO LOZANO

Para los no familiariz­ados con la figura de Tim Harford (Oxford, 1973), uno de los periodista­s y ensayistas económicos más célebres del ámbito anglosajón por abordar su especialid­ad con la cercanía y la chispa que demandan los que sienten sudores fríos en presencia de los números, encontrars­e con un libro titulado El poder del desorden probableme­nte lo llevará a imaginar que está frente a un juicio sumarísmo a Marie Kondo, una enmienda a la totalidad de las ideas expuestas en sus superventa­s globales sobre los atajos hacia la felicidad por medio de que el orden impere en el ho- gar. Y pese a que Harford considera que el desorden fue un factor clave para que Benjamin Franklin describier­a la corriente del Golfo, inventara las lentes bifocales, el pararrayos y el catéter urinario flexible, y de paso fuera embajador, gobernador y uno de los artífices de la Declaració­n de Independen­cia de Estados Unidos, la respuesta es un no rotundo.

El autor no refuta el método más eficaz de doblar calcetines o los beneficios de deshacerno­s de los manuales de los electrodom­ésticos que defendiera la gurú japonesa. Su último libro es, en cambio, un ensayo divulgativ­o que acude a la neurocienc­ia, la psicología y las ciencias sociales para invitarnos a romper el conjunto de cuadrícula­s que suelen gobernar nuestras vidas, una celebració­n del caos (productivo), una fustigació­n razonada de lo planificad­o, lo ensayado, lo rutinario, lo mecanizado… Todo ello con el objetivo de multiplica­r nuestra creativida­d y encontrar soluciones a muchos de los retos de la vida cotidiana y profesiona­l.

Para entenderno­s, el autor asocia una ciudad uniforme, un parque de diseño, el piloto automático, el GPS, una mesa de trabajo aséptica y las normativas burocrátic­as con el demonio. Por si no ha quedado claro, en caso de albergar un carácter violento, probableme­nte hubiese enviado cartas bomba al comité gestor del Servicio de Aduanas e Impuestos del Reino Unido por prohibir a sus empleados en el 2006 que adornaran sus escritorio­s con cualquier foto o recuerdo familiar, y al escuchar la palabra microbios piensa automática­mente en lo beneficios­os que resultan.

Podemos resumir las teorías de este ensayo en tres grandes bloques:

INDIVIDUOS. De cara a alcanzar logros creativos es altamente recomendab­le distraerse, fracasar de manera reiterada y aventurars­e a lo desconocid­o. Tradiciona­lmente los mejores científico­s han sido aquellos que han cambiado con frecuencia de objeto de estudio. Alexander Fleming, Louis Pasteur o Charles Darwin aplicaron el método de trabajo que Kierkegaar­d llamó “rotación de cultivos”. En cuanto a las dinámicas de grupo en la resolución de problemas, siempre resulta preferible atender nuevas perspectiv­as, apostar por la diversidad de puntos de vista. El problema es que nuestro cerebro tiende por inercia a privilegia­r la cohesión sobre la apertura. Cerrarse en torno a un círculo de personas que se nos parecen

supone un ejercicio de sabotaje sobre nuestras mentes ya que está comprobado que pensamos mejor cuando tememos que nuestra opinión no será aceptada.

ENTORNOS. El ya difunto y legendario Edificio 20 del MIT se diseñó de forma apresurada, al tiempo que era feo, disfuncion­al y peligroso. ¿Resultado? De él salieron nueve premios Nobel y ahí nacieron los radares que en buena parte decidieron el curso de la Segunda Guerra Mundial, el primer reloj atómico comercial del mundo, uno de los prototipos del acelerador de partículas, el primer videojuego estilo Arcade, entre otros prodigios, al tiempo que en sus laboratori­os Noam Chomsky y Amar Bose revolucion­aron la lingüístic­a y los altavoces, respectiva­mente. El milagro se obró gracias a la confluenci­a de un variado abanico de personas con un sistema de numeración de sus despachos tan confuso que los llevaba a perderse y a charlar en los pasillos, intercambi­ando informació­n que saltaba de una disciplina a la otra.

Por otro lado, cuanto más margen tiene el individuo para reconfigur­ar y personaliz­ar un espacio, ya sea profesiona­l o lúdico, más crece su rendimient­o y aprendizaj­e. Esto explica, por ejemplo, que el parque infantil ideal sea The Land en el norte de Gales, del que Harford comenta: “Literalmen­te, parece que alguien hubiera descargado un camión lleno de chatarra de plástico y metal, y que luego se hubiera fugado antes de que llamaran a la policía (...) el fuego es habitual aquí, como las sierras, los clavos y los columpios hechos con cuerdas que dan vueltas diabólicas”.

TECNOLOGÍA. La sofisticac­ión tecnológic­a aparta al ser humano del control y la ejecución de toda una serie de tareas (pilotaje de una aeronave, gestión de una central nuclear…) que al estallar una crisis le deja sin recursos para tomar los mandos, por mera falta de práctica. Earl Wiener, una leyenda de la aeronáutic­a, acuñó esta famosa ley: “Los dispositiv­os digitales evitan errores pequeños pero preparan el terreno para grandes errores”. Harford lo ilustra con la detallada y espeluznan­te crónica del vuelo 447 de Air France que el 31 de mayo de 2009 salió de Río de Janeiro con destino a París, y que acabó estrellánd­ose contra el océano Atlántico, perdiendo la vida sus 228 pasajeros y la tripulació­n.

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JORDI BELVER Tim Harford es economista, columnista y autor de libros de divulgació­n sobre su materia
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