Compasión contemporánea
El oficial Hofmiller quiere reparar la terrible equivocación de haber invitado a bailar a una chica coja que, sentada, hacía invisible su discapacidad. La reparación se traduce en una serie de visitas, en una amistad, en un casi noviazgo.
Pero, más allá de la compasión, ¿hay amor? Stefan Zweig publicaba, ya desde su exilio en 1939, Ungeduld des Herzens, La impaciència del cor,
una novela ambientada en su Austria de juventud, en la cual se ha basado Simon McBurney, el director de la compañía La Complicité, en un trabajo de adaptación compartido con James Yeatman, Maja Zade y el resto de miembros del montaje. En esta ocasión McBurney ha trabajado con los actores de la Schaubühne de Berlín. Élite del teatro europeo. Nos gustaría ver en temporada regular un espectáculo como este en Barcelona, pero tenemos que esperar al Festival Grec. Esta es la responsabilidad que pesa sobre el acontecimiento. Muchos agradeceríamos que Casadesús no olvidara a Ivon van Hove y el Toneelgroep de Ámsterdam, que habían sido habituales de la etapa Simó y juegan, también, en esta liga selecta del teatro europeo.
En cualquier caso, bienvenido sea el retorno de La Complicité, que no veíamos desde el 2012 y su Master
and Margarita, pero que no podemos olvidar desde aquel montaje luminoso A disappearing number, sobre el matemático indio Srinavasa Ramanujan que vimos en el 2008.
Aquí hay un peso de la palabra mucho más rotundo que en otros montajes: se ha hecho una tarea de reducción importante pero el texto es el alma, por una parte porque la historia que aquí se explica es la que sitúa y conduce al espectador por unas situaciones que llevan a las reflexiones y, por otra parte, porque el lenguaje separa dos mundos claramente definidos: el cuartel de Hofmiller y la casa de del barón Kekesfalva, donde vive Edith, víctima de la parálisis que le impide bailar, o casarse y formar a una familia como querría. Sin embargo, como siempre, McBurney ha hecho un trabajo global, quizás aquí la tecnología audiovisual no es tan preeminente, pero está en la justa medida: por ejemplo en la idea de desdoblar cuerpo y palabra, atribuyendo cada parcela de la responsabilidad de la representación a un actor diferente en un mismo personaje.
Uno pone el cuerpo y el gesto, el otro pone la voz a través de un micrófono. Metáfora de la diferencia que hay entre lo que se dice y lo que realmente se hace, una diferencia que era el fundamento de aquel régimen de la monarquía austrohúngara. Toda una fachada perfecta que escondía un montón de contradicciones sociales y nacionales que acabarían hundiendo el sistema. Y aquí los vínculos con la obra memorialista de Zweig, El mundo de ayer, escrita casi en paralelo a la pieza narrativa que nos ocupa, es una lectura que ayuda, y mucho, a entender desde qué posicionamiento observaba el autor una sociedad como la austriaca, abiertamente fracasada para la democracia, con el ascenso del nazismo compartido por mayorías entusiastas.
Edith es hija de un judío que ha hecho lo imposible para ser aceptado en una alta sociedad austriaca que puede llegar a tolerar que sea rico, siempre que entienda que no podrá ser nunca un auténtico aristócrata del imperio. Ya la metáfora contenida en la vitrina que enseña el uniforme manchado de sangre de Francisco Fernando de Austria es formidable: un uniforme impecable que nos transporta a los elegantes valses de Strauss salpicado por la realidad ineludible de su tiempo. La compenetración entre las ideas de La Complicité y los actores de la Schaubühne es absoluta; al fin y al cabo, este es un teatro que más allá de la incorporación de las nuevas tecnologías, sigue confiando en el actor.
También trata la compasión el último espectáculo de Israel Galván,
La fiesta. Muchos personajes dispares hijos de diferentes raíces culturales de esta Europa enormemente diversa, que si se mirara a sí misma con un poco más de humor, compasión y bondad, probablemente se destensaría. Porque hace falta que se destense para aceptar la penetración de los que vienen de fuera. Pero Europa, qué es sino un tráfico. La imagen de una multitud de bailari-
McBurney ha trabajado con los actores de la Schaubühne de Berlín: élite del teatro europeo que puede verse hoy
nes encima de una tarima haciendo temblar el suelo hasta hacer caer las sillas es uno de los momento brillantes de este montaje de Galván. Ya nadie tiene lugar para sentarse y entre todos, los que quieren llegar y los que se mueven para evitar que los otros lleguen, hacen que la tierra bajo los pies se mueva y recuerda, a través de imágenes desgarradoras, que todo aquello que es sólido se puede desvanecer en el aire, como decía el desautorizado barbudo de Tréveris.
Incluso las pensiones, incluso las fronteras. Galván, artista asociado al Théatre de la Ville, de París, tiene una preocupación innata por abrir su herencia, por ofrecerla, exponerla a los vientos cambiantes de la contemporaneidad aunque por el camino se rompan hilos que lo podrían seguir ligando a un público más refractario a las nuevas tendencias. Sin embargo hablamos de un espectácu- lo tierno que necesita rodar para acabar de resultar redondo.
Volvemos al texto para tratar la última pieza de Pau Miró, Un tret al
cap, que se ha podido ver en la Sala Beckett. La compasión circula aquí entre hermanas. A la mayor, Imma Colomer, enferma, le queda poco de vida y ha decidido pedir refugio a la pequeña. Las dos, sin embargo, son mujeres maduras que pueden hacer balance de su trayectoria profesional y vital, y lo hacen. La hermana que acoge, interpretada por Emma Vilarasau, está conmovida por su despido: ¿cómo se pueden haber deshecho de una superprofesional del periodismo como yo en el mejor momento de mi carrera? Bien, tal vez eso no es exactamente así. Podría ser Maruja Torres, sin embargo, sencillamente no lo es.
Una joven ambiciosa y también situada en una encrucijada profesional provoca el enfrentamiento de la madura periodista con su lado oscuro. Y el caso es que la veterana sale adelante, con una resolución casi heroica. Sí, adelante, hagamos limpieza, pero sobre todo empecemos por limpiar el patio de nuestra propia casa. Pau Miró ama a sus personajes: obviamente son grises, humanos, verosímiles, pero también capaces de una determinación inaudita que los redime. Aquí, en Victòria (TNC, 2016), anteriormente en Els jugadors (Lliure, 2012), vemos hombres y mujeres dispuestos de una manera insó- lita a hacer tabla rasa, no tanto para empezar de nuevo, sino para hacer aquello que necesita el otro, o lo que necesitamos nosotros. La dirección del espectáculo es correcta y eficaz, pero en nuestro ecosistema teatral donde los encargos de dirección y texto a la manera de pack abundan (por necesidades de todos), nos deberemos empezar a preguntar si no estamos privando a una generación de directores que dirijan textos de nuestros dramaturgos y que de aquí salgan otras lecturas (no necesariamente más ricas, pero sí diferentes).
Sílvia Munt ha hecho una lectura del Miller de El preu muy solvente. Las dos temporadas en el Goya con teatro lleno cada día son prueba de su eficacia. Apoyada en un texto grande, pero poco conocido, de Arthur Miller y sobre todo en unos instrumentos incontestables, Arquillué, Madaula, Renom y Marco, el resultado se aproxima mucho a lo que nos gustaría ver siempre en aquel teatro: West End, teatro de calidad para mayorías. Y nos consta que eso querría tener siempre su director artístico Josep Maria Pou. Es teatro muy necesario: un éxito del Goya con un texto así siempre incorpora a alguien nuevo al público teatral que, recordémoslo, todavía es muy escaso en nuestra casa. Sin embargo, un poco más de contención al conjunto hubiera dado todavía más vuelo a un texto que plantea alguno de los temas que siempre preocuparon a Miller: familia, amor, renuncia, egoísmo, ambición, vanidad, sacrificio, a través de una historia que trata, precisamente, las diferentes caras de la compasión. Quizás todavía le queda cuerda para más recorrido.
Israel Galván tiene una preocupación innata por abrir su herencia a los vientos de la contemporaneidad