LOS AÑOS DE ORO DEL TURISMO
CÓMO SE RECICLÓ LA IMAGEN TRADICIONAL DE ESPAÑA
El turismo es ya el principal problema de los barceloneses, según la última encuesta municipal. Y, como tal, ha generado su propia iconografía, crecida al calor de los muchos reportajes sobre el tema: despedidas de soltero –la foto queda mejor si hay presencia de una muñeca hinchable–, nudismo en las calles, la Rambla y el paseo Joan de Borbó abarrotados y turistas entrando a un Airbnb. Por tener, este concepto relativamente nuevo, el turismo como problema, tiene incluso su banda sonora: el ruido que hacen centenares de trolleys contra el pavimento. En una protesta reciente contra la gentrificación, los vecinos del barrio de Lavapiés, en Madrid, los llevaron tratando de replicar el ruido que les despierta cada mañana y les acompaña durante el resto del día.
Pero antes de ser el problema, el turismo fue, en todo el Estado, un
milagro. Así le gustaba llamarlo a Ángel Palomino, uno de los ideólogos del boom dentro del gobierno de Franco y adalid del liberalismo económico, que defendía que “si se quieren hacer milagros como el español, hay que dejar descansar los cerebros y poner en marcha a los fanáticos. Esto no es cosa de planes sino de impulsos, de arrojo y de vergüenza torera”. Y olé.
Hablar en términos metafísicos
sirve, para empezar, para “aplanar la ideología” –¿quién puede estar en contra de un milagro?–, tal y como señala la historiadora del arte Alicia
Fuentes Vega en su libro Bienvenido Mr. Turismo. Cultura visual del
boom en España, un tomo enciclopédico y certeramente ilustrado (el trabajo de documentación se nota hercúleo) con el que la autora busca anotar un fenómeno con el que todos hemos convivido y convivimos a diario pero sobre el que no se ha reflexionado lo suficiente. Hubo un
La España romántica cambió su imagen por sol y playa y recicló los iconos andalucistas y folkloristas
momento en que la España romántica cambió su imagen por la España de sol y playa, recicló los iconos andalucistas y folkloristas que ya habían gustado tanto a los viajeros de la época de Washington Irving, añadió unas cuantas rubias en bikini y consiguió compatibilizar una amable imagen rural con imágenes de relucientes carreteras recién asfaltadas. Con todo eso, se reempaquetó, lista para la mirada foránea y para verse de paso de reojo en el espejo, con un traje nuevo que creía muy moderno.
Desde la serie de televisión Cuéntame hasta las películas del landismo, el relato oficial quiso vender que el desarrollo turístico actuaba por necesidad como fuerza modernizadora y por lo tanto, contribuyó a generar masa crítica antifranquista. Fuentes Vega, como otros historiadores antes, se encarga de desmontar ese mito, primero porque “implica la aceptación de que cuánto más libre es el mercado, más libre es la gente” y, segundo, porque obvia la evidencia de lo mucho que benefició el turismo al tardofranquismo. Ya en los años cincuenta, los posteriores a los tratados de comercio entre España y Estados Unidos, se publican una serie de guías en inglés muy benévolas con Franco. El británico Churton Fairman escribió: “Puede que no todo sean rosas en el jardín, pero al menos España es un jardín, y no el parche de maleza que muchos intentan hacernos creer”. A partir de los años sesenta, el tema Franco directamente se aparca. Se publican guías con los clásicos prólogos históricos que hablan de Gaudí y de los moriscos pero no de lo que ocurre en El Pardo ni en las cárceles.
En todo este proceso de transformación (y legitimación), las imágenes tienen un papel fundamental. El turista, al fin y al cabo, viaja para contrastar si lo que ve en la realidad y lo que logra captar con su propia cámara se parece a lo que había en el folleto. Aquí algunos de sus pilares.
La mujer del cántaro
Tanto la propaganda institucional como las imágenes comerciales se cuidaron bien de decirle al turista que, a pesar de ser un país casi europeo, España conservaba un tipismo bien fotogénico. La autora habla incluso de la explotación del mito del
buen salvaje, evidente en las postales y reportajes de trabajadores agrícolas de toda España, si es posible ataviados con algún ropaje típico y curioso. Llama la atención la presencia multiplicada de dos sujetos complementarios: el hombre del botijo y la mujer del cántaro. El primero fascinó a escritores de viajes como Friedrich A. Wagner y a fotógrafos como Bert Boger, que hizo posar a los paisanos de Totana, Murcia, bebiendo, mientras que las mujeres como realmente quedaban bien en la foto era con el cacharro en la cabeza o inclinado en la cadera, porque no se consideraba muy femenino fotografiarlas con la boca abierta. Ahí estaban, además, los cuadros de Goya y Julio Romero de Torres para apuntalar ese icono en el imaginario.
El burrito en la plaza
Durante años, no hubo localidad medio turística, costera o de interior, que no incluyera como una de sus atracciones para el verano un burrito con ronchas en la plaza del pueblo, obligado a pasear a los niños de los turistas. Empezó con los burro-taxis de Mijas y se extendió en paquetes de excursiones por todo el territorio. Se hicieron postales con burritos ye-yé, vestidos con sombrero y gafas de sol, en lo que fue un ejemplo clarísimo de transmutación y de performance para la mi-