La Vanguardia - Culturas

La vida secreta de Federico García Lorca

Recuperaci­ón Las facetas más desconocid­as de Lorca vistas por contemporá­neos como Giménez Caballero o su amigo Rivas Cherif. El lorquiano Víctor Fernández las recopila en un pequeño volumen lleno de sorpresas

- CARLES BARBA Edición de Víctor Fernández Federico García Lorca. La canción de los chopos EDITORIAL CONFLUENCI­AS . 160 PAGINAS. 12 EUROS

El periodista barcelonés Víctor Fernández es actualment­e uno de los estudiosos de Lorca más contumaces e imaginativ­os. Lo que tiene su mérito, consideran­do que Ian Gibson parece haberlo dicho todo sobre el granadino. En todo caso la figura de Federico es tan poliédrica y elusiva que, desde su muerte hace 80 años, no ha dejado de suscitar aproximaci­ones incitantes, entre las cuales las más recientes y valiosas una del poeta Luis García Montero y otra del director teatral Lluís Pasqual. Victor Fernández ha aprovechad­o que en el 2017 la obra lorquiana pasa a ser de dominio público,

y en Debolsillo de momento ha publicado, anotado e introducid­o el Romancero gitano, Bodas de sangre

y La casa de Bernarda Alba, incluyendo apéndices iluminador­es.

En esa estela Fernández presenta ahora (en el sello almeriense Confluenci­as) un exquisito tomito, La

canción de los chopos, que podría subtitular­se perfectame­nte Lorca íntimo o Lorca personal. El autor de Yerma murió sin tener su Eckermann, a pesar de poseer opiniones muy originales y fundamenta­das sobre toda clase de asuntos. Pues bien, en este librito se enmienda esa falta, reuniendo un puñado de entrevista­s que nuestro hombre concedió a interlocut­ores tan variopinto­s como Ernesto Giménez Caballero o el caricaturi­sta Luis Bagaría. Se incluye también un interviú hecho en la ciudad de Buenos Aires donde Federico –eufórico por los triunfos que cosechó allí– se destapa bastante, y deja ver que era muy consciente de los mecanismos que sostenían su genio.

La edición interpola además un cuadernill­o de fotos que Eduardo Blanco Amor le hiciera en su casa de la Huerta de San Vicente (maravillos­as las dos instantáne­as con su madre, “la que amo más del mundo” y a la que no se privaba a veces, en raptos de cariño, de alzar en volandas). Y se cierra el conjunto con tres reportajes del legendario director teatral Cipriano Rivas Cherif, quien en 1957, y desde el exilio mejicano, se creyó en el deber de evocar a su amigo tan ruinmente asesinado. Y haciendo honor a unas palabras del propio Lorca (“nada hay tan vivo como el recuerdo”, dio suelta a algunos de los suyos, indignado por lo demás con las infamias que se seguían propagando sobre aquella muerte, como la de un periodista de

Le Figaro que explicó el crimen en clave de riña entre homosexual­es.

El manojo de textos reunidos por Fernández –las cinco entrevista­s y los tres reportajes de Rivas– tienen en común desvelarno­s a un Lorca a flor de piel, sin pelos en la lengua (se explaya contra Valle y Azorín), es-

En un interviú con un diario leonés Lorca se despacha sin rebozos contra Valle-Inclán y Azorín

Cherif relata cómo Luis Rosales le explicó por qué no pudieron salvar al poeta en la Granada del 36

pontáneo en la confidenci­a al vuelo, y tan aplomado en tanto que artista como vulnerable en tanto que ser humano. En el toma y daca telefónico con Giménez Caballero, por ejemplo, es muy sintomátic­o que al preguntarl­e aquel qué ha heredado del padre, responda: “La pasión”.

A Rivas Cherif le revela una vez que siendo un párvulo “le tomé tanto cariño a un chiquillo más pequeño que yo –y yo no tenía cumplidos los siete años–, que estuve a punto de tirarme de la torre de la Vela abajo, porque se fueron de Granada a un pueblo los padres del niño y se lo llevaron”. Lorca por tanto de crío alentaba ya una vehemencia apasionada digna de una Yerma o de la Madre de Bodas de sangre ,yesese deseo impetuoso de comunicars­e el que le llevará a escribir teatro y a buscar el calor de un público galvanizad­o.

En otro interviú –con José R. Luna– no tiene reparos en reconocer que si se esfuerza por obtener éxitos con sus dramas es para dar a sus amigos la satisfacci­ón de saberlo triunfador: “Sé que ellos se disgustarí­an si una de mis obras fuera silbada. Yo sufriría por su disgusto, y no por mi obra. Son mis amigos los que me han creado la obligación de triunfar”. Y en fin, que Lorca dependía aún más del apoyo de sus amantes, lo vemos en el episodio barcelonés narrado por Rivas Cherif dieciocho años después: en la cresta del éxito con las representa­ciones dadas por la Xirgu, Federico queda hecho un guiñapo cuando su amor de entonces, Rafael Rodríguez Rapún, lo deja por una gitana de la compañía. Rivas da con él en un café, muy de madrugada, y tan pronto se entera de los detalles de su congoja, no se le ocurre otro expediente que citar a Mallarmé: “La chair est triste, hélas!” A lo que un Lorca arrebatado protesta: “¡La carne es triste, muerta! ¡La carne viva, la carne palpitante es la alegría de vivir! Yo no estoy triste. Estoy desesperad­o. Por la traición a mi carne, a mi sangre, a todo lo que es mi cuerpo y mi alma”.

Sólo por atisbos así en la vida secreta del poeta, valdría la pena leer esteretrat­oavariasvo­ces.

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EDITORIAL CONFLUENCI­AS La edición de Víctor Fernández recupera las fotos que Eduardo Blanco Amor le hizo a Lorca y a su familia en su casa de la Huerta de San Vicente
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