Cabre visto por Saladrigas
El premio Trajectora, una ambicion cosmogonica
De pronto siento la curiosidad de precisar desde cuándo conozco la existencia de Jaume Cabré (Barcelona, 1947) como narrador en el ámbito de la literatura –cultura– catalana a la que ambos pertenecemos. No me resulta fácil. En este trágico mes de agosto he vuelto a revisar tres libros capitales de Cabré, vinculados entre sí, que sin duda hace un montón de años me lo descubrieron, convencido desde el principio de que éramos autores de intereses literarios muy distintos.
Me refiero a La teranyina, Fray Junoy o l’agonia dels sons y Llibre de preludis. La singular pieza que abre este último volumen –unas setenta páginas– titulada Luvowski o la desraó, con el tiempo me parece un texto magistral que transpira atemporalidad.
Sin embargo, eso no aclaraba el enigma. De manera que localicé en mi biblioteca una obra que los avatares de la época convirtieron en mítica: La generació literària dels 70, veinticinco escritores nacidos entre 1939 y 1949 entrevistados por Oriol Pi de Cabanyes y Guillem-Jordi Graells, cuya primera edición sacó a la calle un día de 1971 la Editorial Pòrtic de Josep Fornas. El libro no llegó a los mostradores de las librerías. Fue secuestrado y algunos de los jóvenes que en sus páginas decíamos cosas que entonces pensábamos fuimos amablemente citados por el Tribunal de Órden Público. Todo pura torpeza y disparate; una estupidez del franquis- mo agónico. El caso es que, he aquí la sorpresa, lo inexplicable: Jaume Cabré, barcelonés de 1947, no aparece en el índice del libro. No creo en el invento (académico) de las generaciones e imagino que Cabré tampoco. Por consiguiente, a estas alturas el libro de Pi de Cabanyes y Graells, en el que todos los personajes éramos imberbes y románticos, es sólo un motivo de nostalgia inspirada por aquellos que con su ausencia prematura nos dejaron un poco más solos (Roig, Moix, Melendres, Elias, Romeu, Bauçà...).
Una relación cordial
La verdad es que lo primero que leí de Jaume Cabré es el original de Galceran l’heroi de la guerra negra,
que obtuvo el premio Joaquim Ruyra 1977 y de cuyo jurado yo formaba parte con Emili Teixidor y Sebastià Sorribes, desde que en 1966 me había llevado el Ruyra con
Entre juliol i setembre. El libro me gustó; era corto, intenso y potente, aunque correspondía a una obra de literatura juvenil y es casi del dominio público que en general la novela histórica no me seduce. Después Jaume y yo nos vimos. Y charlamos. No obstante, nunca hemos trabado una verdadera amistad personal ni compartido otros espacios al margen de la narrativa. Él se dedicó a la enseñanza e hizo una buena labor, con el entrañable Josep Maria Benet i Jornet, en el campo de armar historias populares para largas series televisivas.
Desde mi perspectiva, tan distante, admiraba su trabajo porque yo me habría sentido incapaz de hacerlo. Más o menos de aquel tiempo surgen un par de recuerdos que muestran la naturaleza de nuestra relación. No sé precisar la fecha, pero él presentó una novela mía –¿podría tratarse de El sol de la
tarda, premio Sant Jordi 1991?– en una buena librería creo que de Terrassa. La impresión que ha sobrevivido es de un acto cálido, generoso, protagonizado por un lector que sabe apasionarse y al mismo tiempo remover, con fineza analítica, los lodos del sotobosque narrativo. En ningún momento borró la sonrisa de los labios ni sus ojillos de buena persona dejaron de centellear. El otro recuerdo me traslada según creo a Oviedo, a un seminario sobre literatura organizado por la Universidad y donde tuvimos la oportunidad –tal vez única en tantos años– de charlar sin urgencias en un ambiente distendido e intelectualmente acogedor.
Mientras tanto Jaume Cabré no ha dejado de escribir, parapetado en su casa del Vallès Occidental, entre libros y música: una actitud discreta, elegida a conciencia, que lo salvaguardaba de cualquier intento –externo– de frivolizar su trabajo. Así encarna la figura tan poco frecuente en nuestra cultura del artista que trabaja seriamente, en la quietud del silencio, para hacer real una ambición de creador deicida. Expresado de otra manera: Cabré ha desbrozado metro a metro su propia senda narrativa por la que, ahora mismo, sólo él transita.
Con los años creo haber leído casi todo lo que ha publicado: El mirall i l’ombra, Carn d’olla, Toquen a morts, L‘ombra de l’eunuc. Viatge d’hivern, Les veus del Pamano ,un obstinado y magnífico esfuerzo de creación de un corpus personal pero, según mi criterio, sin ninguna obra incuestionable que rebase ciertos límites. Eso llegaría con la monumental Jo confesso. Como acostumbra Cabré invierte un montón de años –los que hagan falta– en la forja de la escritura mientras elabora un lenguaje idóneo, funcional y al mismo tiempo apto para la ambigüedad; y la conclusión es una novela que da la impresión de una suma de novelas y relatos subsidiarios, como si desplegara un enorme tapiz narrativo, potente y fibroso, tal vez no perfecto –la perfección es absurda–, que se sitúa por encima del nivel más alto de la literatura catalana y española de los dos mil, renuncia a cualquier vestigio de localismo para ser identificada con Europa –he aquí por qué el éxito fuera del país fue inmediato, fulgurante y lógico– y, en último término, hace realidad la ambición de todo artista genuino de crear una cosmogonía, de sentirse legítimamente cosmogónico.
Este es el Cabré inquieto, insaciable, que tiene el don y el poder de atraerme. Acabo de ojear su nuevo libro, un puñado de relatos que salen estos días con el título
Quan arriba la penombra. Continúa, pues. |