Una vana ilusión
En una de las etapas finales de su huida Cora encuentra refugio en una suerte de próspera granja abolicionista de Indiana, la granja Valentine, y en ella un prestigioso dirigente, el abogado Elijah Lander –“el hombre de color más elocuente y solemne que habían visto”– a través de un parlamento que dirige a la comunidad parece querer articular el pensamiento más crudo y realista que el trágico y bochornoso asunto de la novela aún hoy inspira a Whitehead. Tras proclamar que la granja Valentine “es una vana ilusión”, Lander prosigue: “Y América también es una vana ilusión. La mayor de todas. La raza blanca cree, lo cree con toda su alma, que está en su derecho de apoderarse de la tierra. De matar indios. De hacer la guerra. De esclavizar a sus hermanos”. Y concluye, ácido: “Si hay justicia en el mundo, esta nación no debería existir, porque está fundada en el asesinato, el robo y la crueldad. Y sin embargo, aquí estamos”.
Siguen unas palabras esperanzadoras respecto al futuro en común de gente blanca y de color, lo que no es obstáculo para que aquella misma noche fría de diciembre, al final de la reunión general en la granja Valentine en la que Lander lanzó su amargo discurso, se produjera una espantosa carnicería racial por parte de los blancos –entre ellos el cazaesclavos Ridgeway– que avaló el radicalismo de sus reflexiones. Creo que es desde esta perspectiva moral que a Colson Whitehead le gustaría que fuese leída
su novela más combativa, escrita a lo largo del 2015, sobre una vieja y dolorosa herida sin cicatrizar que según se hace evidente nunca ha perdido virulencia y cuestiona los orígenes de Estados Unidos como nación. Quizá sea cierto que todo lo demás es retórica; vana ilusión.