El escándalo como estilo
En un momento de La región salvaje, por ahora la culminación del arte esquivo y brutal de Amat Escalante, un hombre intenta disparar contra su mujer pero erra el tiro y la bala se incrusta en su propia pierna. Ella, ideando una venganza salvaje, lo obliga a subir a la parte de atrás de una camioneta para transportarlo al lugar donde piensa acabar con él. El cuerpo renqueante no acaba de encajar, los miembros entumecidos se muestran torpes en los movimientos. Al cerrar la portezuela, el metal golpea contra el pie y podemos oír los gritos de dolor procedentes del rostro desencajado.
Sin embargo, Escalan te va más allá, de manera que también podamos ver el choque entre la puerta del vehículo y la extremidad del herido. Un plano de detalle muestra, impasible, el resultado de esa colisión. ¿Era necesario que la película visualizara de este modo el sufrimiento del hombre? ¿Por qué Escalante no recurre a la
elipsis y nos ahorra ese instante horrible, ese dolor demás ?¿ Estamos ante un estilista del exceso o ante un sádico inmoral?
La región salvaje reabre el mismo debate que ha perseguido desde el principio a cada una de sus desde la ya lejana Sangre (2005), su ópera prima. Puede que se trate de un trabajo menos provocador, menos explícito en la mostración de una violencia siempre desagradable y quizá narrativamente innecesaria, pero la sensación de disgusto por parte del espectador sigue siendo la misma.
En el mismísimo inicio del relato, vemos a una mujer en una habitación oscura e inquietante, mientras algo parecido a un tentáculo se arrastra desde su vagina hasta el exterior del plano. Esa mujer es Verónica (Simone Bucio) y ese tentáculo pertenece a una criatura ignota, procedente de un meteorito cuya imagen ha inaugurado la película, que una pareja misteriosa mantiene prisionera en su casa, aislada en las afueras de la ciudad. Y los destinos de todos ellos se cruzarán con los de la pareja formada por Alejandra (Ruth Ramos) y Ángel (Jesús Meza), a su vez marcada a fuego por la homosexualidad inconfesada de él, que mantiene atormentadas relaciones sexuales con Fabián, el hermano de ella y, por lo tanto, su cuñado. Por supuesto, todo cabe en este relato turbulento: desde encontronazos familiares siempre crispados hasta escenas de puro terror, pasando por peleas y broncas tumultuosas, sexo, sudor y sangre…
Sin embargo, la cuestión fundamental, aquello que convierte La región salvaje en un verdadero escándalo, no es tanto su atrevimiento a la hora de mostrar imágenes que molestan y perturban como su osadía conceptual y narrativa, el modo en que Escalante mezcla estilos y puestas en escena. La película podría ser un cuento de ciencia ficción, un melodrama desaforado en la más pura tra-
¿Por qué el autor no recurre a la elipsis? ¿Estamos ante un estilista del exceso o ante un sádico inmoral?
dición mexicana, una despendolada historia de amor y de sexo prohibido, una exploración del machismo entendido como deporte nacional, una visión cruel de la decadente burguesía del país y muchas, muchas cosas más. Y lo que decide encarnar, finalmente, no resulta menos audaz, pues en resumidas cuentas nos encontramos ante un folletín familiar de estirpe tradicional, con huellas tanto de las primeras películas de Buñuel en México como de cierta telenovela latinoamericana, que decide poner en pantalla aquello que en esas ficciones solo se sugería, aquello a lo que el espectador únicamente podía acceder a través de la alusión.
Escalante, pues, no sólo provoca a través de las formas de su película –más que de las imágenes supuestamente “impactantes”–, sino que convierte esa provocación en la esencia de un cierto cine de ahora: ¿alguien puede imaginar algo más desestabilizador, cinematográficamente hablando, que este impensable cruce entre Alien, El imperio de los sentidos y las películas de Michael Haneke?
Pues, en efecto, La región salvaje añade a todo ese caos una planificación sosegada y geométrica, abiertamente primitiva, que satura la limpieza del encuadre mediante interpretaciones abruptas –casi todos los actores son debutantes, como en los demás filmes de Escalante– y gestos desmesurados. El cineasta ha declarado que la extraña criatura de inspiración gigeriana no aparecía en la génesis del guión, en principio puramente realista. Y eso es importante, pues la combinación de placer y dolor que proporciona a los protagonistas, esa mezcla de fluidos –quizá de esperma y sangre– que se adivina tras su presencia viscosa, termina siendo la metáfora perfecta de la relación del cine de Escalante con su espectador: a la vez atrayente y repulsivo, concebido allá donde la sencillez culmina en exceso, promete placeres que al final no cumple, finge internarse en el territorio de lo conocido para desbordarse ala postre en una imagine ría indistinguible ymagm ática.
Podría decirse, en cualquier caso, que La región salvaje supone la frustración de cualquier deseo que conciba el relato como algo placentero. Como buena parte del cine contemporáneo que más importa, no parece buscar tanto nuestra satisfacción como nuestro rechazo.