La Vanguardia - Culturas

El escándalo como estilo

- CARLOS LOSILLA

En un momento de La región salvaje, por ahora la culminació­n del arte esquivo y brutal de Amat Escalante, un hombre intenta disparar contra su mujer pero erra el tiro y la bala se incrusta en su propia pierna. Ella, ideando una venganza salvaje, lo obliga a subir a la parte de atrás de una camioneta para transporta­rlo al lugar donde piensa acabar con él. El cuerpo renqueante no acaba de encajar, los miembros entumecido­s se muestran torpes en los movimiento­s. Al cerrar la portezuela, el metal golpea contra el pie y podemos oír los gritos de dolor procedente­s del rostro desencajad­o.

Sin embargo, Escalan te va más allá, de manera que también podamos ver el choque entre la puerta del vehículo y la extremidad del herido. Un plano de detalle muestra, impasible, el resultado de esa colisión. ¿Era necesario que la película visualizar­a de este modo el sufrimient­o del hombre? ¿Por qué Escalante no recurre a la

elipsis y nos ahorra ese instante horrible, ese dolor demás ?¿ Estamos ante un estilista del exceso o ante un sádico inmoral?

La región salvaje reabre el mismo debate que ha perseguido desde el principio a cada una de sus desde la ya lejana Sangre (2005), su ópera prima. Puede que se trate de un trabajo menos provocador, menos explícito en la mostración de una violencia siempre desagradab­le y quizá narrativam­ente innecesari­a, pero la sensación de disgusto por parte del espectador sigue siendo la misma.

En el mismísimo inicio del relato, vemos a una mujer en una habitación oscura e inquietant­e, mientras algo parecido a un tentáculo se arrastra desde su vagina hasta el exterior del plano. Esa mujer es Verónica (Simone Bucio) y ese tentáculo pertenece a una criatura ignota, procedente de un meteorito cuya imagen ha inaugurado la película, que una pareja misteriosa mantiene prisionera en su casa, aislada en las afueras de la ciudad. Y los destinos de todos ellos se cruzarán con los de la pareja formada por Alejandra (Ruth Ramos) y Ángel (Jesús Meza), a su vez marcada a fuego por la homosexual­idad inconfesad­a de él, que mantiene atormentad­as relaciones sexuales con Fabián, el hermano de ella y, por lo tanto, su cuñado. Por supuesto, todo cabe en este relato turbulento: desde encontrona­zos familiares siempre crispados hasta escenas de puro terror, pasando por peleas y broncas tumultuosa­s, sexo, sudor y sangre…

Sin embargo, la cuestión fundamenta­l, aquello que convierte La región salvaje en un verdadero escándalo, no es tanto su atrevimien­to a la hora de mostrar imágenes que molestan y perturban como su osadía conceptual y narrativa, el modo en que Escalante mezcla estilos y puestas en escena. La película podría ser un cuento de ciencia ficción, un melodrama desaforado en la más pura tra-

¿Por qué el autor no recurre a la elipsis? ¿Estamos ante un estilista del exceso o ante un sádico inmoral?

dición mexicana, una despendola­da historia de amor y de sexo prohibido, una exploració­n del machismo entendido como deporte nacional, una visión cruel de la decadente burguesía del país y muchas, muchas cosas más. Y lo que decide encarnar, finalmente, no resulta menos audaz, pues en resumidas cuentas nos encontramo­s ante un folletín familiar de estirpe tradiciona­l, con huellas tanto de las primeras películas de Buñuel en México como de cierta telenovela latinoamer­icana, que decide poner en pantalla aquello que en esas ficciones solo se sugería, aquello a lo que el espectador únicamente podía acceder a través de la alusión.

Escalante, pues, no sólo provoca a través de las formas de su película –más que de las imágenes supuestame­nte “impactante­s”–, sino que convierte esa provocació­n en la esencia de un cierto cine de ahora: ¿alguien puede imaginar algo más desestabil­izador, cinematogr­áficamente hablando, que este impensable cruce entre Alien, El imperio de los sentidos y las películas de Michael Haneke?

Pues, en efecto, La región salvaje añade a todo ese caos una planificac­ión sosegada y geométrica, abiertamen­te primitiva, que satura la limpieza del encuadre mediante interpreta­ciones abruptas –casi todos los actores son debutantes, como en los demás filmes de Escalante– y gestos desmesurad­os. El cineasta ha declarado que la extraña criatura de inspiració­n gigeriana no aparecía en la génesis del guión, en principio puramente realista. Y eso es importante, pues la combinació­n de placer y dolor que proporcion­a a los protagonis­tas, esa mezcla de fluidos –quizá de esperma y sangre– que se adivina tras su presencia viscosa, termina siendo la metáfora perfecta de la relación del cine de Escalante con su espectador: a la vez atrayente y repulsivo, concebido allá donde la sencillez culmina en exceso, promete placeres que al final no cumple, finge internarse en el territorio de lo conocido para desbordars­e ala postre en una imagine ría indistingu­ible ymagm ática.

Podría decirse, en cualquier caso, que La región salvaje supone la frustració­n de cualquier deseo que conciba el relato como algo placentero. Como buena parte del cine contemporá­neo que más importa, no parece buscar tanto nuestra satisfacci­ón como nuestro rechazo.

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LA REGIÓN SALVAJE (2016) Fabián (Eden Villavicen­cio) y Verónica (Simone Bucio, de espaldas), en un fotograma de la última película de Amat Escalante

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