Algo falta, algo aparece
Con su tercera temporada no sólo se sienta un precedente único, una serie retomada por sus autores David Lynch y Mark Frost, veinticinco años después, sino un cambio de paradigma para las series contemporáneas
En el mundo en apariencia deshilvanado de la tercera temporada de
Twin Peaks anida la promesa constante de un reencantamiento. “Algo falta”, la críptica afirmación de la anciana Dama del Leño, es también la condición bajo la cual algo más puede aparecer. Si el gesto fundamental que atraviesa tanto la pintura como el cine de Lynch consiste en acercarse a un detalle que traiciona la aparente placidez del conjunto, adentrarse en el desajuste entre el plano general y el fragmento, el primer episodio de la tercera temporada de Twin
Peaks emerge a un exterior inexistente, achatado después de un repliegue de veinticinco años, tanto de los personajes como de los espectadores.
Al susurro tranquilizador de los abetos mecidos por el viento, el rumor de la serrería Packard y la música de Badalamenti acompañando cada leve paso de Audrey por el interior del hotel de su padre o en el RR Café en las primeras temporadas le sustituye ahora el silencio de un mundo abierto. Ante la zozobra de lo abierto, lo que permite a Lynch establecer un pacto con el espectador no es la premisa de un guión cerrado, de los recursos del drama isabelino y la narrativa artúrica tan presentes en la ficción televisiva contemporánea, sino una fórmula hasta ahora inédita en la serialidad: la concepción de cada episodio como una visita al estudio, al taller del artista.
En efecto, Twin Peaks 3 presenta una fórmula serial en la que el trabajo sobre motivos recurrentes concibe las secuencias como lienzos o coreografías –la sensación es similar a la que produce el espectáculo La fiesta, de Israel Galván–. La expansión y la desviación se convierten así en los mecanismos fundamentales sin que eso consti-