Mi cena con Ishiguro
Hablé con él por primera vez en octubre de 1990. Le había traído a Barcelona Jorge Herralde, a quien tanto debemos en la consolidación de la ciudad como capital literaria internacional (ojalá pueda mantenerse). Ishiguro acababa de publicar la que es, en mi opinión, una de sus dos obras maestras: Los restos del día. Se trataba de su primera novela de ambiente no japonés y estuvimos discutiendo de ese cambio de atmósfera, de la Inglaterra de los años treinta y de la discutible institución de la mayordomía, que centra la obra. Así fuimos a parar al gran acuñador del estereotipo: el humorista P.G Wodehouse y su insuperable Jeeves, a quien Ishiguro pretendía dar una vuelta de tuerca con ese Stevens cuyo confesión revela al lector más de lo que el propio narrador conoce, ejercicio de understatement que por sí solo ya casi hizo de él un merecedor del premio Nobel.
Quince años más tarde, y tras leer sus siguientes obras, yo ya estaba convencido de que Ishiguro era el mejor de ese brillante grupo generacional que integran también Julian Barnes, Ian McEwan o Martin Amis. Por eso me sentí feliz de incorporarle a uno de los ciclos de conferencias del Año del Libro y la Lectura 2005. Tuvo lugar en la recién inaugurada biblioteca Jaume Fuster. El escritor traía bajo el brazo la que para mí es su segunda obra maestra, Nunca me abandones, una dura y conmovedora reflexión sobre la psicología del trauma a partir de la historia de unos clones humanos.
Tras su intervención fuimos a cenar con un grupo a un restaurante de los Jardinets de Gràcia. Conversamos sobre literatura pero también de la vida cotidiana. Nos habló de su mujer, que había sido trabajadora social, y cuyos casos tanto le habían impactado, y de su hija, entonces con trece años, fan de Harry Potter. Estaba, nos dijo, en esa edad en que no era pequeña ni adulta, y opinó que a los niños y adolescentes estaba bien preservarles en una especie de burbuja frente a las crueldades de la vida. También salió a colación el escándalo reciente protagonizado por su amigo Hanif Kureishi, quien había publicado un libro (La intimidad) en el que aparecía su exesposa en la editorial donde ella trabajaba (Faber) sin nadie le hubiera dicho nada hasta que apareció impreso. Una historia que a Ishiguro le había entristecido. Cenó con apetito una paella y luego le acompañé caminando hasta el hotel Condes de Barcelona, donde se alojaba, cubierto ya de luces de Navidad.
La vivencia del trauma, la indagación sobre las crueldades de la vida y su huella más profunda, articulan otras dos obras suyas: largas, ambiciosas, irregulares pero muy sugestivas. Los inconsolables es una novela freudiana con la estructura de un largo y complicadísimo sueño. Su reciente El gigante enterrado propone una defensa de la amnesia como solución para pueblos que arrastran una herencia de enfrentamiento. Olvidar, nos sugiere Ishiguro, es mejor que volver una y otra y otra vez a los agravios del pasado para retroalimentar los enfrentamientos del presente. La lección del premio Nobel resulta estos días más actual que nunca.