El arte de programar
En la España rancia de los años 60 había que ser “moderno”. Y más en la capital catalana, donde los primeros filmes de Joaquim Jordà o Vicente Aranda estaban consolidando aquella Escuela de Barcelona de tan breve, aunque fructífera, existencia. Teresa Gimpera era moderna. Los cines del Círculo A eran modernos, lugar de encuentro de la incipiente burguesía intelectual del momento. Y Repulsión, la película de Polanski, fue moderna por unos meses: la figura estilizada de Catherine Deneuve, Londres y la angustia urbana, la liberación de la mujer enfrentada a sus demonios… Pero también Ser o no ser, de Ernst Lubitsch, pese a precederla en 25 años, o Myra Breckinridge, de Michael Sarne, más un objeto pop que una película: el Círculo A escribió, con su programación, una pequeña historia de la modernidad en el cine, desde el ímpetu vanguardista de El acorazado Potemkin (1925) a la melancolía brechtiana de Voces distantes (1988). Quizá nunca se hubiera visto nada igual en este país ni se haya vuelto a ver, por lo menos en el ámbito de la iniciativa privada. Así, Bogart se convirtió en una de las grandes estrellas del momento: los tiempos se confundían, todo resultaba útil para fundamentar la nueva estética. El gesto alucinado de Klaus Kinski en
Aguirre, la cólera de Dios ,deW. Herzog, se fundía con el rostro plácido del anciano protagonista de Dersu Uzala, de Akira Kurosawa, y daba lugar a un híbrido multiforme hecho de naturaleza agreste y demencia salvaje, pero también de algunos tópicos que marcaron los tiempos posteriores, del ecologismo a la atracción por Oriente. Las películas no sólo eran cine, sino igualmente ideas nuevas, nuevos horizontes. Los
asesinos de la luna de miel (1970), de Leonard Kastle, era un filme de terror, pero también una reflexión sobre la serie B y un preludio del psycho-thriller que triunfaría a partir de esos años. Durante los ochenta, las “comedias y proverbios” de Eric Rohmer llenaron las salas del Círculo, crearon una curiosa sinergia con muchos espectadores más o menos jóvenes de la época, que las tomaban como modelos vitales…
Aquellos atrevidos programadores, en efecto, pensaban en películas, pero también en un hilo conductor que pudiera unirlas. De Cabeza borradora (1977), de David Lynch, a Yo te saludo,
María (1985), de Jean-Luc Godard, se desarrollaba toda una época del cine que precisamente durante el estreno de ésta alcanzaba su máxima brillantez y empezaba a declinar. Me refiero a un momento en el que el cine todavía incidía en la vida pública, aún era capaz de sorprender y escandalizar y, con ello, dibujar su propia evolución. Si en los 70 era suficiente con exhibir filmes de Buñuel a 25 pesetas para llenar una sala, en los 90 el éxito de El
marido de la peluquera se celebró con cortes de pelo gratuitos en el vestíbulo. Ir al cine empezaba a verse como un “evento”. Y poco después el Círculo A nos dijo adiós.