La rareza de Mary Karr
Entrevista con la autora de ‘El club de los mentirosos’
“Suéltalo, suéltalo / no lo puedo ya retener”. Perdón por citar Frozen, pero la cosa va de soltar lastres. Mary Karr lo afirma en el prólogo a sus memorias familiares El club de los men
tirosos: “Comprobamos que las heridas cicatrizaban mejor si las dejábamos al aire”. Su libro fue como la corriente que ventila los olores a cerrado, gases y medicinas del dormitorio de un enfermo. Aunque a menudo las historias de familia se escriben con la intención de saldar cuentas, Mary Karr se enfrentó a los demonios domésticos sin ánimo de venganza. Buscó, por el contrario, escribir una “carta de amor a mi imperfectísimo clan”.
El club de los mentirosos es como una estatuilla tallada a partir de un quiste. La pesadilla de un niño que desactivas con dos bromas y un besote. Leí El club de los mentirosos hace años y supe al momento que no volvería a leer unas memorias tan extravagantes y a la vez tan realistas, humanas, llenas de humor y ¿qué-levas-a-hacer-eh? Mary Karr nos lo cuenta aquí, entre carcajadas y cláxones. Una de las fuerzas motoras de su libro es “el poder de lo raro”. La calidad de la extrañeza, primero como estigma familiar y luego como blasón. Lo raro es un generador clave de las artes, pero también forma parte de la vida cotidiana. Mi familia tenía ese glamur extraño. La palabra glamur viene del irlandés, y significa de las
hadas. Mi familia tenía un aire de ser de otro mundo. Además, me importaba una mierda lo que pensaran de mí. No tenía ninguna noción de decencia o corrección. Supongo que desarrollé esa indiferencia insolente como un modo de protegerme del comportamiento escandaloso de mi madre. No es que lo normalizara; seguía siendo consciente de que éramos raros. Tanto mi padre como mi madre eran forajidos. Incluso mi padre, que carecía de las veleidades artísticas de mi madre, era un tipo singular. Aguantó a mi madre durante muchos años, lo que ya de por sí implica un espíritu férreo (ríe). Escogió
a una mujer como ella en una época en que eso no se hacía. Los “anestesiados cincuentas”, como los llamó el poeta Robert Lowell.
Su madre no estaba muy “anestesiada”.
No. Para empezar, era muy divertida. Cuando yo era ya una joven madre, fui de visita a su casa y ella se ofreció a cuidar de mi niño mientras yo me iba a correr cada mañana. Duró un día. Al segundo día me dijo: “¿Sabes qué? Los niños no son lo mío”. Yo le dije que si no cuidaba del niño, ni trabajaba, ni limpiaba, cuál iba a ser su aportación a la familia. Ella solo respondió: “La gente se lo pasa bien conmigo”. Cuando uno no tiene conciencia y es narcisista puede convertirse en un muermo, pero mi madre era muy curiosa. Le interesaba el mundo. Era muy caprichosa, jamás sabías cuál iba a ser su próximo interés, lo que aportaba un constante elemento de novedad vivir junto a ella. Unos días era aterrorizador y otros emocionante. Era una mujer singular.
El carácter rebelde y friki de su madre forjó su visión artística.
Una familia de raros es una buena escuela para el arte. Vivía en un pueblo obrero pero leía todo el día mientras mi madre escuchaba arias a todo volumen. La casa estaba llena de libros de teatro y poesía. En mi pueblo, algo así era como hablar en urdu. Era un sitio muy provinciano. Y no solo se trataba de mis lecturas: yo tenía una gran vida interior y mucha imaginación. Quizás hubiese terminado siendo la misma friki en una gran ciudad. Mi hermana se hacía un peinado con trenzas que era como un casco. Yo la veo así: envuelta en una armadura. Respondió al caos de mi casa volviéndose organizada y estable y decente de un modo militar, pero yo sabía que mi caso era inútil. Nunca tuve la habilidad de ser “normal”.
Su libro habla de la anormalidad como algo que celebrar.
Me gestó una desconfianza fundamental hacia cualquier sistema de autoridad. Tengo una forma perversa de moverme por el mundo. No muy útil. Digamos que no siempre caigo bien. Pero no pasa nada. Alguien me dijo el otro día: “Pero si le gustas a todo el mundo”. Yo dije que no era cierto. La gente se da cuenta de que estoy allí, pero eso no quiere decir que necesariamente les guste cómo soy.
Hay algo sospechoso en la gente que siempre cae bien. Los tíos majos. O, peor, los artistas majos.
(Ríe) Muy cierto. Picasso jamás ha- bría ganado un concurso de popularidad. Tenemos que ser un poco capullos. Yo crecí en una casa llena de gilipollas, y me las arreglé para mantener intacta esa gilipollez hasta que me convertí en adulta.
Su pueblo, Leechfield, fue definido por ‘Business Week’ como uno de los diez más feos del planeta.
Mucha gente me pregunta si la gente de Leechfield se ofendió cuando escribí cosas como esas. ¡Todo lo contrario! De hecho, en el libro explico cómo el alcalde celebró lo de Busi
ness Week como si les hubiese tocado la lotería. La gente de mi pueblo sabe que el lugar es feo. Que las casas son baratas. Que aquello no es París. El reciente huracán lo inundó, para colmo. Llamar a casa tras el cataclismo me hizo recordar cómo habla la gente de allí. El lenguaje de mi tierra es un personaje del libro. Es una forma de hablar tan poética y hermosa…
En las culturas de clase obrera, una buena parte del ingenio va a la profanidad y la jerga.
Sí. Mi padre me enseñó a decir los mejores tacos. En el libro menciono a aquel socorrista zambo de mi pueblo del que yo estaba enamorada. Sus piernas eran tan curvas que la gente decía que “no podía atrapar a un puerco en una acequia”. Es una frase poética. Descriptiva y bella. Conjura un mundo en el que atrapar puercos en acequias es un quehacer cotidiano.
Sus memorias prueban el dicho “la realidad supera a la ficción”.
Sí. Y también el de “lo que no mata engorda”. Pero a la vez, como he dicho muchas veces, una familia disfuncional es toda aquella con más de un miembro. No puedes inventarte algo como lo de mi familia. Si llego a inventar todo eso, ahora tendría una fabulosa carrera como novelista.
Opino que el éxito de unas memorias radica en contar sucesos terribles de un modo casual, sin histrionismo y con humor.
Soy una gran fan de los profesionales de la salud mental. Acudo a terapia desde los veinte años. Todos esos sucesos terribles son algo casual para mí. Casi siempre recordamos las cosas a nuestra manera, las empaquetamos de un modo conveniente. A menudo te desasocias de las cosas malas que te suceden; desconectas. Mucha gente lo cuenta con gran dramatismo, pero no puedo evitar pensar cuán dramáticas fueron de verdad en el momento de experimentarlas. Lo que hacemos es bajar el volumen.
¿Cómo se baja el volumen de dos abusos sexuales?
La mente se adapta a todo. A cualquier perversión y locura. Los abusos que mencionas me costaron menos de superar que cuando mi madre quiso matarme con un cuchillo de carnicero (ríe). A una edad muy temprana decidí que iba a reclamar el poder que me habían quitado los hechos de mi infancia. Escribir sobre ellos fue catártico. Tienes una doble sensación de resucitar a los muertos y a la vez controlar lo sucedido. Además: en terapia tú pagas por explicar esto, pero en las artes alguien te paga a ti.
Un admirado colega español, Carlos Pardo, escribió una excelente memoria familiar y sus hermanos le retiraron la palabra. ¿Le sucedió a usted lo mismo?
Mi hermana siempre me ha retirado la palabra de tanto en cuando. Me he acostumbrado a ello. Lo que suele suceder es que la gente acaba acostumbrándose a vivir con lo escrito y vuelven a hablarte. Dile a Carlos que debería sentirse afortunado, y los demás que se jodan.
“Los abusos me costaron menos de superar que cuando mi madre quiso matarme con un cuchillo”