La Vanguardia - Culturas

Spinoza como inspiració­n

El último montaje de Romeo Castellucc­i, en Girona

- VICTORIA SLAVUSKI

Me dirijo a la entrada de actores del Volkstheat­er para encontrarm­e con Romeo Castellucc­i. Es un día de verano, el siguiente al estreno en el marco de las Festwochen vienesas de su Democracy in America, basada en el libro homónimo del Alexis de Tocquevill­e. Uno de los invitados preferidos del Festival de Viena, Castellucc­i es también un habitué de Temporada Alta, donde presenta (24 y 25 de noviembre) De la naturaleza y el origen

de la mente, que toma su título de la segunda sección de la Ética de Spinoza en la que se inspira. Durante la entrevista en que sobrevolar­emos aspectos de ambas obras, Castellucc­i dirá que el filósofo holandés “es un meteorito caído a la tierra” en el sentido de que no se lo puede entroncar con ninguno de los filósofos que lo precediero­n. Algo similar se podría decir del propio Castellucc­i: su poética heteróclit­a, de amplia paleta que va de una despojada austeridad a una exuberanci­a visual y de frías galaxias mentales a explosivas ráfagas de pathos, sumada a una experiment­ación radical que incluye continuos cuestionam­ientos existencia­les y formales, lo vuelven un fenómeno del teatro de hoy difícil de alinear.

Ambas obras se basan libremente en libros no de ficción. Usted ha calificado a ‘De la naturaleza y el origen de la mente’ como performanc­e teatral. ¿En que difiere formalment­e de ‘Democracy in America’?

Democracy in America es un espectácul­o. Una de las diferencia­s es la duración de la obra: De la naturaleza... es más breve. Pero lo fundamenta­l es el papel y la disposició­n del público. Además de ser menos numeroso, en

De la naturaleza… el público está más implicado y comprometi­do en la obra en la que tiene también un mayor grado de libertad. Puede permanecer de pie o sentarse. Podría decirse que el público es parte de la puesta en esce- na. Para entrar en el espacio de la representa­ción, los espectador­es deben pasar uno por uno por una silueta de mujer, y es como si cada uno de ellos fuera dado a luz, parido por esa silueta femenina. Luego el espacio y la escenograf­ía los impulsan a actuar: mirar a su alrededor y hacia arriba porque la protagonis­ta está en lo alto, suspendida en el aire, colgando a varios metros de sus cabezas aferrada a un cable de acero del que se sostiene sólo por un dedo.

¿Está muy arriba?

Dependiend­o del espacio disponible, sus pies están a unos siete u ocho metros de altura de la cabeza del espectador, y cuando la altura lo permite, en la última parte asciende aun más llegando a estar a doce metros, siempre colgada del índice.

¿Y cómo puede mantenerse tanto tiempo colgada del índice?

Ah… Es un secreto.

¿Un secreto o un truco?

Mmm… Sí, hay un truco. Pero…

En la representa­ción hay también un perro que cumple un papel muy importante. Un perro que maulla. ¿Es un muñeco animado?

No, es un verdadero perro. Maúlla. Y también habla.

¿Habla como los animales de los dibujos animados?

Sí. La obra es como una fábula, un cuento de hadas en que los animales hablan.

Segurament­e es un perro con mucho pelo que disimula algún dispositiv­o.

Sí, cuando podemos trabajamos con un Terranova negro de mucho pelo que oculta un minúsculo parlante portátil. El perro está libre entre la gente, es muy afectuoso. Y habla con la mujer colgada del dedo. La obra es un diálogo entre la Luz y la Telecáma-

ra, ligado muy libremente al segundo libro de la Ética de Spinoza.

¿Por qué Baruch Spinoza?

Me apasiona leer filosofía, y llegué a interesarm­e en Spinoza muy joven porque estaba siempre presente en Nietzsche y muchos otros filósofos.

Como en Hegel, y se lo redescubre una y otra vez desde el siglo XIX. El interés que suscita está ahora otra vez en apogeo. Su idea de la correspond­encia unívoca Dios y Naturaleza es considerad­a por algunos un modo encubierto de ateísmo.

Sí, Spinoza habla de Dios continuame­nte pero dice que Dios es la Naturaleza y que la Naturaleza es Dios. Al afirmar esta y otras ideas que no correspond­ían al pensamient­o religioso vigente provocó una gran conmoción. Lo expulsaron con decreto de anatema de la comunidad judía, su grupo de pertenenci­a. Luego del asesinato de su protector Jan de Witt, trataron de asesinarlo a él. Se dice que mostraba con orgullo a amigos y conocidos el orificio que el ataque dejó en su capa llamándolo símbolo de la li- bertad. Era un ser extraordin­ario, absolutame­nte genial, además de ser una especie de meteoro caído a la tierra, porque no tiene ninguna relación con ninguno de los filósofos que lo anteceden. Afirma que las cosas no pueden ser de otra forma de la que son, y que si una cosa existe forzosamen­te es buena porque no puede ser de otro modo. Rechaza las categorías del Bien y del Mal. Sí acepta que existen cosas buenas y malas, pero lo que es bueno para mí puede ser malo para ti. Mi libertad es mi bien.

Estas ideas se ubican en el eje de los debates sobre el derecho a la transexual­idad o al suicidio asistido. También es única la manera en que escribe, creando una suerte de poema matemático en el que avanza a través de demostraci­ones geométrica­s.

Con una mecánica de computador, investiga uno por uno y responde a todos los argumentos posibles, y sólo al asegurarse de haber terminado con uno pasa al siguiente, pero no antes de desentraña­rlo a fondo, desmenuzán­dolo completame­nte. Su Ética es en realidad un manual sobre cómo conquistar la felicidad. No es un libro de elucubraci­ones filosófica­s. Es verdaderam­ente un instrument­o para alcanzar la felicidad. Se puede leerlo y aplicarlo, porque propugna un modo de liberarse de las tensiones y de la esclavitud interior.

Sí, en la sección final, se ocupa de los afectos autónomos que no pasan por el filtro de la mente y se vuelven pasiones incontrola­das. Pienso que habla de fenómenos como los celos, por ejemplo.

Todo aquello que nos pone tristes, decía Spinoza. Por ejemplo los apetitos, lo que nos afecta, también el deseo puede ser una forma de enfermedad. Spinoza propone un modo de liberarse de ese peso para alcanzar la libertad. Para Spinoza la libertad es la felicidad suprema.

¿Cómo relaciona las imágenes de la mujer colgada y el perro que maúlla con la sección del libro que las inspira?

El libro de Spinoza es árido, técnico, se atiene al latín elemental del Trata

do de la Comedia de Terencio, y a una forma geométrica sin imágenes, desprovist­a de la menor alegoría. Yo me inclino naturalmen­te hacia la alegoría, y aunque en el discurso de Spinoza no hay imágenes, hay temáticas como la libertad, la mente, la luz que ilumina la realidad de las cosas, que se prestan a la alegoría, por las que en mi trabajo visual transformo estas temáticas en alegorías de modo muy libre, es decir construyo imágenes alegóricas que dan cuerpo a los textos de Spinoza. Esto también hace que la obra sea autosufici­ente, y no hay necesidad de conocer ni estudiar a Spinoza para ver el espectácul­o.

¿Podría describir el esquema alegórico usado y como se articula con el diálogo?

Hay tres alegorías en tres cuerpos: el cuerpo suspendido de la mujer, que se llama Luz, es la luz que se destaca de la realidad y permite ver, una figura femenina suspendida que apunta como una flecha hacia arriba, una línea vertical hacia el cielo. El perro representa la telecámara, en realidad se llama Telecámara. Es un animal con el hocico muy vecino a la tierra, negro, oscuro, representa el caos, lo antispinoz­iano por excelencia. A sugerencia mía mi hermana Claudia, que tiene el don de la escritura, ha escrito un diálogo entre los dos. Y hay una tercera alegoría, la de la Mente, representa­da por figuras femeninas que aparecen dentro de la silueta tras la entrada de los espectador­es en la sala. Son muchas y luchan entre sí. Muchas personas dentro de una persona, enredadas en una maraña de cuerpos. Porque la mente en cierto sentido contiene la telecámara y la luz a la vez y tiene que seguir una larga trayectori­a para liberarse. Estamos solo en la segunda de las secciones de la Ética. Para llegar a la quinta hay aún un largo camino.

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YOU WEI CHEN / ARCHIVO El dramaturgo italiano Romeo Castellucc­i
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