Objetos que nos hablan
La creencia en la “capacidad resonante de los objetos” es el punto de partida de la práctica artística de Jaume Pitarch (Barcelona, 1963), y así lo describe él mismo. Su objetivo es intervenir lo mínimo posible sobre los productos que encuentra a su alrededor para facilitar “la narración contingente” que revela los atributos de quienes convivimos con esos cachivaches y los consumimos. El título de su actual exposición, La pràctica im
possibilitat del dejuni, muestra la contradicción de una sociedad que tiene que esforzarse para adelgazar y paliar los efectos negativos de su voracidad y se “autodestruye mediante otros rituales de consumo –dietas, programas de adelgazamiento– mientras gran parte del mundo lucha contra la malnutrición y para tener unas formas de vida dignas”, comenta.
En el centro de su discurso se sitúa la idea impuesta de la productividad y cómo nos obliga a organizar la existencia de una manera determinada: “Nuestro tiempo está muy marcado por la productividad, y me cuestiono si limitamos la idea del tiempo a eso. Yo me he ido embarcando en tareas cada vez más absurdas desde un punto de vista productivo, o por lo menos aparentemente, pero que me llevan a un punto de llegada que es interesante, y de alguna manera es lo mismo que pasa en el sentido evolutivo del ser humano”.
Ante tanto imperativo, “estamos constantemente cayendo fuera de juego”: de ahí la importancia del extravío en su trabajo y del análisis de los esfuerzos que deben hacerse para adaptarse a una sociedad que cada vez reclama más para incluirnos. Aunque huye del culto a la personalidad que practican algunos artistas, reconoce que, en su trabajo, “muchas de las cosas proceden de una vivencia personal, una anécdota, que dispara preguntas”. Como el chupa-chups de mocos con el que quiere provocar la misma repulsión que debería causar el sistema que permite que para la construcción de un parque temático en Oberhausen (Alemania) se contrate a centenares de personas en condiciones infrahumanas. Así, el comisario de la muestra, David Armengol, ha escrito que “su trabajo invita a una puesta en crisis de nuestra condición social como individuos”. También parten de una profunda crisis personal a fines de los 2000 la serie de latas de pintura con las que, convencido de que “la pintura es un viaje”, intentó hacer el trayecto más corto “y el más significativo: del interior al exterior de la lata”. Afirma que el proyecto le salvó la vida. Otras de sus temáticas son la guerra, la población desplazada y la expansión del terrorismo.
Aunque en un principio optó por la pintura, se decidió por los objetos durante sus estudios de Bellas Artes en el Chelsea College of Art y de máster en el Royal College of Art de Londres –ciudad en la que residió once años–, influenciado por los trabajos de Richard Wentworth o de Will Woodrow. Por entonces no conocía a Brossa, con quien después le han identificado: “No dejo de reconocer que es un maestro, porque a veces sus piezas son de una gran sutileza, aunque otras son una fórmula, como sucedía con el ready made o el objeto surrealista”. Cree que superados el primer impacto y la reflexión social, las piezas han de emocionar para revelar los esfuerzos que hacemos para no perdernos, por lo que siempre define su trabajo como “existencialismo poético o poesía existencial”.