El maestro y sus discípulos
Fue un referente del periodismo catalán del siglo XX. Después de que la guerra trastornara su juventud, se movió en círculos católicos, se relacionó con industriales y pronto entró en ‘El Correo Catalán’, donde desarrolló una brillante carrera y se aproxi
Ibáñez Escofet dejó huella en el periodismo catalán
La tarde del lunes 30 de junio de 1952, en el Ateneo, se celebró el acto de apertura del Curso de Verano para Periodistas Profesionales organizado por la Escuela Oficial de Periodismo. La asistencia a aquel intensivo –básicamente implicaba la asistencia a diversas conferencias– permitía obtener el carnet oficial de periodista. No era un asunto menor. Tener el carnet era condición necesaria para ejercer la profesión en la España franquista. A las dos del mediodía del lunes 30 se colgó la lista de admitidos en el tablón de anuncios tanto del Ateneo como de la Delegación Provincial del Ministerio de Información y Turismo. Como acaba de recordar Jaume Fabre en Periodistes, malgrat tot, a última hora el propagandista católico Claudio Colomer Marqués –joven promesa del sistema, director del tradicionalista Correo Catalán– coló un nombre: Manuel Ibáñez Escofet.
Cuando Ibáñez asiste a aquel cursillo tiene 35 años. Dicho de otra manera, la Guerra Civil había hecho estallar su juventud. Originario del Poble Sec, hijo de una familia de una cierta burguesía pero huérfano de padre y madre, durante los años republicanos se había vinculado al activismo católico y catalanista de la Federació de Joves Cristians presidida por Fèlix Millet. Para él, como para tantos, la militancia fejocista fue un episodio determinante. Así se explica que antes de la guerra orbitara en torno al diario democratacristiano
El Matí (hacía información deportiva) o que en la primera posguerra se acercara a la Orientación Católica y Profesional del Dependiente. Son los factótums de aquella entidad –mosén Amadeu Oller y Jaume Nualart– quienes le consiguen un primer trabajo y le dan la oportunidad de escribir en una pequeña publicación, que el nacionalcatolicismo decapitará sin hacer
mucho ruido. Son los círculos que en 1947 harán posible las Festes de l’Entronització de la Mare de Déu de Montserrat. Ibáñez fue el jefe de prensa de la comisión que las organizó y así cosió una valiosa red de relación con los medios.
Encaja bien que su primer diario fuera el más confesional de la ciudad: El Correo. A medio 1955 ganó 1.000 pesetas con el artículo Presencia de la vieja ciudad gremial. Podría ser un indicio de su vinculación con la industria local. Porque Ibáñez, además de periodista, también era asesor de prensa y propaganda del principal núcleo empresarial del país: el Consorcio de la Industria Textil Algodonera. Cuando este núcleo decida actuar como lobby –en una operación apadrinada por el patriarca Domingo Valls y diseñada por Manuel Ortínez–, Ibáñez será uno de sus alfiles. Es una operación del poder que incluso se aproxima a Josep Tarradellas. Los algodoneros se hicieron con la mayoría accionarial del diario y, con el fin de tener un medio que reforzara su posición, impulsaron una remodelación ideológica liderada por un nuevo director –Andreu Rosselló–, pero lubrificada por Ibáñez. La idea era hacer un diario catalanista en castellano. Lo lograron.
Nada lo evidencia de una manera tan clara como el fichaje de Josep Pla, negociado directamente con Ortínez, o de Joan Fuster. También valdría por su sección
Esquina, una muestra de la cual recogería ya en catalán en el volumen La corda fluixa (que se acaba de reeditar con prólogo iluminador de Sam Abrams). Pero lo más fecundo fue la creación de un primer grupo de trabajo joven que brillaría durante la transición –la edad de plata del periodismo catalán–. Desde entonces, a conciencia, Ibáñez –un catalanista pragmático, una figura con mucho carisma, más brillante como referente en la redacción que como prosista (siempre contemplándose en el espejo de Pla)– actuó como un verdadero mentor.
La lista de discípulos, a quien él quería insuflar la pasión por el país y la libertad (lo dijo tal cual en la entrevista televisiva que le hizo Montserrat Roig), es infinita. El anecdotario también. Y aún se alargaría más desde el momento que asumió la dirección de la tribuna más vibrante y brillante del último franquismo: el Tele/eXprés. Aquel diario vespertino pretendió conectar con la juventud dinámica de los últimos sesenta. Lo lograron. Con nota.
Pero en plena Transición, rozando los sesenta, la salud le juega una mala pasada. El contexto es de máxima tensión. Su discípulo Josep Maria Huertas Clavería acaba en prisión por una información publicada bajo su responsabilidad. El gremio periodístico se compromete en defensa de la libertad. Y el corazón de Ibáñez no resiste. “Temperamental, emotivo, candidato al infarto, Ibáñez lo tuvo, roto su corazón gigante, víscera responsable de todos sus aciertos y de sus pequeños, perfectamente olvi-
Huertas va preso por una artículo publicado bajo su responsabilidad, el corazón de Ibáñez no resiste El ‘Tele/eXprés’ pretendió conectar con la juventud dinámica de los últimos sesenta, lo lograron y con nota
dables errores”, lo clavó Vázquez Montalbán en una glosa de homenaje. En aquel artículo en Triunfo se describía la función histórica de aquel veterano: “Una desigual, cotidiana lucha en pro de un periodismo independiente, crítico, al servicio de la dinámica y no de la parálisis de la sociedad catalana”. Digámoslo con Lluís Bassets: “El periodismo que se ha hecho en Catalunya en los últimos 40 años no podría ser comprendido sin Manuel Ibáñez Escofet”.
Con el infarto, su dirección del
Tele/eXprés es asaltada por jóvenes de órbita socialista, pero en aquel momento de cambio la propiedad –la familia Godó– lo recupera. Será un hombre fuerte de La Vanguardia.
Cuando Ramon Barnils –discípulo brillante, tan díscolo– lo entrevistó en la radio, lo presentó como “subdirector y materia gris de
La Vanguardia”. No conseguiría la dirección, como deseaba, pero ejercería un gran poder (ha explicado Lluís Foix en La porta giratòria). Sería él quien conseguiría sintonizar de nuevo la cabecera con el país, completando la enorme tarea de rompehielos pilotada por Horacio Sáenz Guerrero. Él, Ibáñez, y quizás nadie más que él, tenía el talento, el compromiso y los contactos para naturalizar el catalanismo político moderado como factor diferencial del diario.
Tarradellas lo amaba como un hijo y Jordi Pujol lo tenía como asesor de confianza. Su aportación ideológica al movimiento la articuló en el capítulo que en 1984 escribió para un libro electoral de Pujol. Es el talante con el que redactaría La memòria es un gran cementiri, su magnífico libro de recuerdos publicado el mes de noviembre de 1990. Murió al cabo de un mes. |