El jardín de los prodigios
¿Por cuánto tiempo permanecemos en los lugares imaginarios que visitamos? ¿Qué se imprime en nuestra memoria o en nuestra experiencia durante y, sobre todo, después de la estancia? Los viajes nos moldean porque en los lugares nuevos aprendemos de los comportamientos extraños, estrenando atmósferas y nuevas maneras de hablar. La entrada en
Le jardin circonflexe de Xavier (Xavier Vilató, Boulogne-sur-Seine, Francia ,1958) puede acabar con v ir colaborador
Sobrino nieto de Picasso, hijo de Xavier Vilató, empezó a firmar Xavier para ser valorado por él
tiéndose en una suerte de sueño revelador o de juego iniciático, si es que se puede establecer una diferencia clara entre ellos. Lo habitan figuras inquietantemente infantiles dispuestas a quebrantar cualquier norma de la lógica desde su obvia terrenalidad, y que o bien nos retienen a su lado o nos acompañan indefinidamente.
Sobrino nieto de Picasso, hijo del también artista exiliado Xavier Vilató y nieto por parte materna del pintor francés Élie Lascaux, creció en un ambiente en el que era habitual ver cuadros “que estaban en el salón de mis tíos y poco después en los libros de texto o en los museos”, como él mismo comenta. La colaboración entre aquellos geniales creadores le hizo concebir el arte como algo estrechamente ligado “al taller, a la materia y a la técnica”. Por ese motivo cree que una obra “tiene que parecerse” a quien la produce, que debe “mancharse”, una idea que con frecuencia lo enfrentaba a las tendencias más en boga de su época, cuando triunfaban propuestas más conceptuales: “Yo entonces ya pensaba que la pintura empieza cuando acaba la palabra, cuando existen matices que no puedes explicar. Y me daba la impresión de que había todo un mundo intelectual que quería recuperar la pintura para que ese espacio que justamente no es literario también lo acabase siendo”. Su práctica abarca el grabado, la escultura, la cerámica, el cine y la escritura –tiene entre manos una obra de teatro–, además de la pintura, donde cree que la revolución es posible cuando se buscan maneras nuevas de contar las historias: “Soy muy partidario de que el arte explique cosas, pero lo importante es cómo dices esas cosas: qué medios me doy a mí mismo para contar todo esto”, por lo que le interesa más el surrealismo de Miró que el de Dalí.
Empezó a firmar sólo como Xavier para esquivar el riesgo de que no valoraran su obra por su propio esfuerzo. Después de protagonizar más de una treintena de exposiciones individuales en Francia y otras ciudades europeas, consideró llegado el momento de hablar del privilegio que había supuesto pertenecer a todo un clan de artistas. En España, la casa natal de Picasso en Málaga le ha dedicado varias retrospectivas, y en el 2013 en Barcelona pudo verse La graine d’amour. Xavier visita el Museu Frederic Marès. Ahora, Le jardin circonflexe coincide con la exposición El taller compartido, en el Museo Picasso de Barcelona, que recrea la colaboración entre el genio malagueño, su padre, su tío –que firmaba como J. Fín– y él mismo para las respectivas obras gráficas.
La constelación en la que creció parece haberse prolongado hasta Gallifa, donde se encuentra la Fundación Llorens Artigas. Allí ha trabajado durante cuatro años para producir las cerámicas que forman su cautivador jardín, con la colaboración del ceramista Joan Llorens Artigas, hijo y sucesor de otro estrecho de Picasso y Miró, Josep Llorens Artigas. Cerámicas, esculturas y grabados se han conjurado para hacer crecer un jardín al que se accede por una gran puerta y en el que nos da la bienvenida un farero que sostiene una luz incapaz de iluminar el abismo insondable de sus ojos. Los prodigios que se producen en él sólo puede saberlos quien se atreve a aceptar la inquietante invitación.