Luis Racionero
El crítico literario Edmund Gosse ilustra las aficiones literarias de sir Evelyn Baring, procónsul del imperio británico en Egipto
Edmund Gosse, que fue bibliotecario de la House of Lords a fines del siglo XIX y principios del XX, fue un crítico literario eclipsado por George Saintsbury, Pater y Oscar Wilde. Como segundón nos dejó algunos retratos de personajes menores pero importantes en la política de la hegemonía británica: por ejemplo, lord Cromer, a quien Lytton Strachey apostrofa por la muerte del general Gordon of Khartoum y despacha así en su capítulo de Eminent
victorians: “En cualquier caso, todo había acabado muy felizmente –en una gloriosa matanza de veinte mil árabes, una vasta anexión al imperio británico y un ascenso en la nobleza para sir Evelyn Baring–”.
Este ascenso convirtió a sir Evelyn en lord Cromer, procónsul del imperio británico en su provincia de Egipto a principios del siglo XX. Por lo cual tuvo un papel inevitable en la muerte de Gordon en Jartum (Khartoum). Gordon inundaba el despacho del procónsul de telegramas, por él sir Evelyn era la encarnación de Inglaterra “o más bien –escribe Strachey– la encarnación de las clases funcionariales inglesas, de la diplomacia inglesa, del gobierno inglés con sus dilaciones, sus insinceridades e hipócritas maniobras”.
“Cuando el aceite se mezcle con el agua, Baring y yo nos entenderemos”, había dicho Gordon. Baring también lo pensaba, pero no lo decía, “cuando hablaba, no sentía la tentación de expresar todo lo que tenía in mente”. Y Strachey remata el retrato con estas apreciaciones: “Su temperamento, todo es monocolor matizado por azules fríos y grises indecisos, era eminentemente antirromántico. Tenía una acerada falta de color, una flexibilidad acerada y una fuerza de acero. No hay que suponer que fuera cínico, quizás no tuviese la suficiente grandeza para eso. Pero no conseguiría despreciar a Gordon, si hubiese podido, le hubiese desagradado menos”.
Si la antipatía de Strachey hacia el personaje resulta patente, también lo es la simpatía del bibliotecario Edmund Gosse, que lo califica de “constructor de imperio”, como si de una Cecil Rhodes se tratara. Pero Gosse no elabora sobre su carrera política sino sobre sus aficiones literarias. Porque antes, sépanlo ustedes, los políticos eran gente culta, que leían los clásicos e incluso escribían, como Cánovas. Luego se perdió y ahora se dedican a los negocios. Creo que en Inglaterra pasa lo mismo.
Pero no con lord Cromer cuyo libro de cabecera era La Ilíada, que se sabía de memoria. Al retirarse de Egipto en 1907 frecuentó la House of Lords y sobre todo su biblioteca, donde trabajaba Grosse. En la Cámara Alta hablaba como alguien acostumbrado a cerrar los debates de un consejo sentado en torno a una mesa, más que como un senador dirigiéndose a las bancadas del Parlamento.
Siempre tenía una cita clásica para cada situación y lo que más podía gustarle era hacer paralelismos entre una crisis clásica y una actual. Su madre Mrs. Baring le cantaba, de niño, las odas de
Anacreonte, como a mí mi madre me cantaba “A la vora de la mar, hi ha una donzella”.
En 1861 se entrenó en la carrera diplomática en las islas Jónicas, se dedicó a leer a Teognis como los demás leemos a Rudyard Kipling. En su libro Ancient and
modern imperialism escribe que el emperador Augusto consideraba que, “en la mayoría de los casos, los pueblos sujetos debían ser gobernados por sus propias instituciones nacionales”. Le gustaba considerarse un político
whig tal como los había definido Bagehot: “Hombres de una fineza fría, moderada y resuelta, poco dotados de imaginación, nada amigos del sentimentalismo entusiasta ni de vagos escepticismos, pero clara visión del siguiente paso a tomar, la intención de hacerlo y el convencimiento de que el presente puede y debe mejorarse discretamente”.
Pensaba que durante el siglo XIX las influencias alemanas habían perturbado seriamente la balanza del gusto en Europa y que los alemanes, a pesar de su cultura, preservan una veta de barbarie en su carácter.
Este procónsul imperial, este constructor de imperio tiene su
pendant en otro famoso imperialista, lord Curzon, a quien Harold Nicolson dedica un espléndido libro. Estos personajes son los que crearon con Clive, Cecil Rhodes o Warren Hastings, incluso Churchill, el imperio británico en un “fit of absent mindedness” (un lapso de despiste). Esta definición explica mucho del actual disparate del Brexit: un país tan engreído como para definirse creando su imperio en un momento de despiste (esos understatements que tanto les gusta) no tiene criterio para estarse quieto en la Unión Europea, y decide salirse para recuperar pasadas grandezas.
Pero son ilusorias: el poderío inglés que en 1918 parecía omnímodo se desmoronó tras el esfuerzo de 1940 y la traición de su aliado Suez en 1956. Egipto acabó de rematar al imperio británico y sir Evelyn Baring, en vez de recibir otro ascenso en la nobleza, se retorció varias veces en su tumba.
“Cuando el aceite se mezcle con el agua, Baring y yo nos entenderemos”, había dicho Gordon En la Cámara Alta hablaba como alguien que cierra los debates de un consejo, más que como un senador