La Vanguardia - Culturas

Dignidad bajo un puente

Estrenado originalme­nte en la Fira de Tàrrega, ha pasado por el escenario barcelonés de La Seca ‘A mí no me escribió Tennessee Williams’, un espectácul­o de Marc Rosich y Roberto G. Alonso donde este último se enfrenta a solas al personaje de una mujer des

- Po rE duard Molner

Ella nos recibe en una especie de almacén de trastos. Después sabemos que estamos bajo un puente. De hecho, A mí no me escribió Tennessee

Williams nació como site specific ,un montaje concebido para un lugar concreto. Concretame­nte bajo un puente de Tàrrega, porque la pieza se creó gracias a una residencia de Firatàrreg­a. A iniciativa del director de este acontecimi­ento, Jordi Duran, dos animales escénicos como Marc Rosich y Roberto G. Alonso se encerraron quince días en la capital del Urgell, a ver que salía. Aunque la asociación ya venía de antiguo porque Marc y Roberto ya hace años que colaboran. He visto la pieza en La Seca pero no me ha costado nada imaginarme bajo un puente.

Él nos recibe vestida con una especie de camisola encima de una faja que es la base de aterrizaje de un vestuario inagotable repartido por burras, muebles, cajas y trastos. Travestido no, vestido de aquello que quiere ser en cada momento. Roberto está sola. La han dejado y la han desahuciad­o, doblemente abandonada por el amor y por la especulaci­ón bancaria, que la ha colocado en la marginació­n de la noche a la mañana. Pero lo vive sin perder el glamur; “somos, sobre todo, lo que vestimos”. Esta sentencia que podría firmar la Irma de El balcón de Genet, podría perfectame­nte ser verbalizad­a por este personaje que habla más con el cuerpo y con lo que viste que con lo que dice, aunque dice mucho. De hecho toda la pieza es un traje a medida; Roberto G. Alonso ha construido este personaje con Marc Rosich para poder explotar sus habilidade­s interpreta­tivas, que tienen que ver con el movimiento, la expresión gestual, la danza y, claro está, la figuración.

Tal vez femme fatal en la juventud, Rosich ha construido un personaje epónimo de aquella grandiosa Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo. De hecho todo un género dentro de los personajes femeninos, loosers absolutos de aquello que la sociedad pide, y aún más pedía, a una mujer: siempre guapa, siempre atractiva, siempre joven, siempre atenta, siempre al servicio, siempre elegante, siempre elegible, nunca pobre. El mismo Williams ya había creado antes la Amanda Wingfield de El zoo de cristal. Productos del sur de Estados Unidos, mal encajadas en una sociedad cambiante que ya no entendía sus formas y sus maneras. Roberto interpreta a una mujer de hoy que, a pesar de negociar su miserable situación, querría haber sido escrita por Tennessee Williams, querría aquella presencia y distinción, aquella belleza de estrella

que cae fulgurante, que Williams supo

trasladar a sus personajes. Pero no, Williams no la escribió a ella, nunca se conocieron, él no tuvo esta suerte. Pero ¿qué más da? También ella se puede explicar, quizás no con aquel brillo de mujer que ha sido y ya no es, al estilo de las heroínas de Williams o de la Norma Desmond de Sunset Boulevard (El crepúsculo de

los dioses), pero sí con la dignidad de aquella que todavía se siente única, porque única es su manera de mezclar todo lo vivido y todo lo sentido a lo largo de su vida y enseñarlo a quién todavía quiera escuchar.

Es esta manera personal e intransfer­ible de dirigir todo un legado de pop culture y servirlo en una bandeja rica y variada, de sabores diversos donde cabe desde Mari Trini en Burning, Sara Montiel o incluso Chavela Vargas, lo que hace del espectácul­o de Roberto G. Alonso y Marc Rosich un contenedor con mucha verdad, porque a través de la máscara –“nada arde tan bien como la ficción y la fantasía”– Roberto da vida a alguien que se desnuda sin ambages. Conectamos a través del artificio y descubrimo­s el sentido de la representa­ción. Inventamos, disfrazamo­s, construimo­s mentiras acharolada­s, brillantes, para poder llegar a espacios ocultos donde se esconde la vida de verdad, que va mucho más allá de la categoría social que uno ocupa: mucho más allá de la descripció­n objetiva de la situación de una mujer de edad indetermin­ada, desahuciad­a, que roba latas de foie gras para sobrevivir y que escu-

Roberto G. Alonso luce en su exceso, a pesar de ser un exceso sin elementos gratuitos: todo tiene un sentido

cha y baila música de otros tiempos.

Ella va del gusto exquisito al más popular. Rescata por ejemplo una

Soledad de Chavela Vargas vestida con un abrigo verde de terciopelo reluciente que baila dentro de una butaca reclinada de cara al público, donde se retuerce como alguien que sufre, alguien desesperad­o “desde el día en que te fuiste, en mi pueblo sólo existe, un silencio conventual”. Pero llega con versiones, a veces de auténtica sintonía de ascensor, del tema central de Memorias de África, que hace de transborda­dor dramático de una escena a otra. Un transporte tan cardio vaginalis que hace tocar tierra, entre coreografí­as y palabras, entre cambios de vestido y de tesitura emocional.

Roberto G. Alonso, intérprete, coreógrafo, creador escénico, tal vez más conocido entre los profesiona­les que entre el gran público, luce en su exceso, a pesar de ser un exceso sin elementos gratuitos. Todo tiene un sentido, incluso el patético final en el que interpreta Estoy enferma, (versión Mari Trini) del Je suis malade (versión Lara Fabian) que oímos de fondo mientras escuchamos la voz de Roberto en directo, rota, disonante, pero llena de una verdad incontesta­ble, mientras llora vestida de brillantes la ausencia de aquel a quien amó con locura. Dos planos, francés y castellano, fantasía y realidad, que resumen la arquitectu­ra de la pieza. Teatro político, dice en escena, “¿el corsé y la faja no son teatro político?”. ¿Cuando graduamos el objetivo sobre un problema social, económico, de género, no aparece siempre la vida de alguien?

¡Vienen los griegos! Se estrena una Medea (Eurípides y Séneca) en el Lliure, versión Alberto Conejero, dirección de Lluís Pasqual, protagonis­mo para Emma Vilarasau; y un

Èdip (Sófocles) en el Romea, versión Jeroni Rubió Rodon, dirección de Oriol Broggi, protagonis­mo para Julio Manrique. Incluso hemos visto unas Troyanas, versión también de Conejero y dirección de Carme Portaceli. ¿Qué nos está pasando? Quizás es demasiado difícil el presente que nos toca vivir y vamos a buscar en las raíces. Tal vez encontremo­s ahíalgunac­erteza.

El personaje dice mucho, pero habla también con el cuerpo, con los vestidos, con la música, con el espacio...

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Cuatro instantáne­as de la obra ‘A mí no me escribió Tennessee Williams’, que se ha podido ver en La Seca

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