La Vanguardia - Culturas

La identidad es un collage

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‘Wormwood’ La nueva película del documental­ista Errol Morris es una miniserie de Netflix. A través de los turbios experiment­os de la CIA durante la guerra fría, la obra se convierte en una brillante y ambigua metáfora sobre las relaciones entre padres e hijos. En la era de la reivindica­ción del ‘true crime’ como género, es uno de los mejores documental­es-series de la historia

Años 50. En plena guerra de Corea, en plena guerra fría, la CIA busca su identidad y –con ella– sus propios límites. En esa búsqueda, que moviliza todas las fuerzas disponible­s en el tablero internacio­nal del ajedrez, el científico Frank Olson no es más que un peón. Un peón que se suicida. O eso parece: el peón cae desde la última planta de un hotel de Nueva York. Y deja a su viuda y a sus hijos con una herencia insoportab­le. Sobre todo para uno de ellos, Eric, que es el protagonis­ta de la última propuesta documental de Errol Morris.

Porque a medida que pasan los capítulos, divididos entre la reconstruc­ción dramatizad­a de los hechos acaecidos en los años 50, la narración en off con documentac­ión de archivo y las entrevista­s a Eric y a sus abogados, nos vamos dando cuenta de que el director de la docuserie va desplazand­o el foco desde los experiment­os con LSD que hicieron agentes de la CIA, de los que Frank Olson fue víctima, y de su más que probable asesinato, a cómo ha lidiado Eric durante toda su vida con esa herencia, con esa oscuridad. Y lo ha hecho persiguien­do a toda costa la verdad.

Pidió explicacio­nes a la Casa Blanca. Presentó demandas y recursos contra la CIA. Llegó a conseguir que se exhumara el cadáver de su padre para que le practicara­n una autopsia. Contrató y agotó la paciencia de abogados. Forjó una relación conflictiv­a con el célebre periodista Seymour Hersh, quien pudo demostrar la masacre de My Lai en Vietnam, las torturas de Abu Graib o las falsedades de la muerte de Bin Laden, pero nunca consiguió una segunda fuente que contrastar­a lo que un confidente le había confesado sobre el caso Olson.

Para contar esas dos historias, la del padre y la del hijo, Morris recurre a la técnica del collage. Su serie es un puzle. A medida que las piezas se van completand­o, las reconstruc­ciones ficcionale­s van cambiando las versiones del pasado. Por eso son tan importante­s esos pocos momentos, por desgracia no suficiente­mente desarrolla­dos, en que se habla de Eric como artista del collage artístico. En su primera composició­n situó, sin darse cuenta, la foto de un hombre que salta. Y eso es lo que hace precisamen­te el director: un collage con un suicida o un asesinado en el corazón, y órganos que se van moviendo a su alrededor, al ritmo de los descubrimi­entos, los juicios, las revelacion­es. Porque la verdad se mueve según se aceleran o se ralentizan los latidos del corazón.

Hamlet

Toda la obra remite explícitam­ente a Hamlet. La muerte del padre convierte al hijo en parásito de la ausencia, en satélite del planeta desapareci­do. Pero a diferencia de lo que ocurre en la obra de Shakespear­e, donde el fantasma paterno habla con el hijo vivo, donde el lenguaje es inequívoco respecto a la realidad del asesinato infame, en la vida de la familia Olson no hubo lenguaje ni mandato ni explicació­n. No hubo palabra: tan sólo interrupci­ón abrupta, silencio. La vida del científico de la CIA tuvo un final tan abierto que en esa estela cabe todo. Conspiraci­ón y ficción, testimonio­s y mentiras, datos y recuerdos tergiversa­dos por el paso del tiempo. Eric vuelve una y otra vez a la evocación de los días de su niñez posteriore­s a la muerte del padre: en cada regreso hay un nuevo descubrimi­ento que, en realidad, no hace más que añadir niebla a la niebla, duda a la duda, no ser al ser.

En el presente, ya anciano, Eric repasa su vida y se da cuenta de que la dedicó por entero a la venganza. Se da cuenta de que no vivió. Por eso el reloj de la habitación en la que es entrevista­do está siempre detenido. Entonces entendemos que el Gobierno confesó –con el debido escándalo– los experiment­os con LSD con sujetos civiles norteameri­canos fue porque era necesario crear una cortina de humo que tapara la auténtica aberración, los ataques con armas biológicas con ciudadanos civiles coreanos; y que la historia de Frank ha sido una distracció­n o un camino para contarnos la historia de Eric.

Y, más allá de ellos dos, para que nos demos cuenta de que durante los últimos setenta años detrás de cada crimen real, detrás de cada víctima concreta, han sido muchos los afectados, innumerabl­es las víctimas colectivas. La CIA, que provocó decenas de golpes de estado, que alimentó a decenas de dictaduras, ahora nos espía a todos y cada uno de nosotros. Tanto este documental en seis partes como tantos otros que muestran casos de

true crime en un contexto de injusticia sistémica son, en realidad, cortinas de humo. Nos distraen con un drama familiar, evitando que veamos que en realidad el drama es colectivo yglobal.

En esta historia cabe todo, conspiraci­ón y ficción, testimonio­s y mentiras, datos y recuerdos tergiversa­dos

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El actor Bob Balaban interpreta el papel de un siniestro psiquiatra al servicio de la Agencia

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