La Vanguardia - Culturas

Una filosofía del perdón

No es un deber sino un don que se puede conceder y pedir, pero a cambio de nada

- JOAN-CARLES MÈLICH

Existen momentos en la vida, de las personas y de las colectivid­ades, en que hay que resolver de forma constructi­va las penas del pasado. El perdón es un concepto de gran actualidad. Pero es necesario delimitar su significad­o. El filósofo Joan-Carles Mèlich lo hace aquí

No es fácil hablar del perdón. Desde el inicio nos encontramo­s con una serie de interrogan­tes que nos dejan perplejos: ¿qué significa perdonar?, ¿qué se puede perdonar?, ¿quién puede perdonar?, ¿a quién se puede perdonar?, ¿qué es lo que no se puede –o no se debe– perdonar?, ¿existe lo imperdonab­le?, ¿qué diferencia hay entre el perdón, la disculpa, la clemencia, la amnistía y el indulto? Sin duda son preguntas que la filosofía no puede eludir. Pero, en cualquier caso, algo parece claro, a saber, que estamos viviendo un momento histórico en el que se usa demasiadas veces la palabra perdón a la ligera. Habría que tener más cuidado, porque estamos ante un problema fundamenta­l para la existencia de los seres finitos, por eso no deberíamos utilizar su nombre en vano, por eso es urgente elaborar una filosofía del perdón.

1. El perdón y la finitud

La primera tesis que quiero poner encima de la mesa, y que será el detonante de todo lo que vendrá después, es la siguiente: sólo un ser finito puede perdonar, aunque no debe perdonar. Perdón y finitud se remiten mutuamente. A diferencia de lo que a veces se ha dicho, o se ha pensado, no tiene sentido hablar del perdón de Dios, porque el perdón, si existe, si se da, es un asunto netamente humano, radicalmen­te inscrito en la condición corpórea de los seres finitos. El perdón, si aparece, sólo puede surgir en el ámbito de una existencia finita.

Antes de continuar, es necesario recordar que finitud, en el contexto en que aquí utilizo esta palabra, no es sinónimo de muerte. Obviamente, somos finitos porque sabemos que vamos a morir, porque somos capaces de anticipar nuestra propia muerte, porque asistimos y sobrevivim­os a la muerte de los demás. Todo eso está claro, pero también lo somos porque irrumpimos en un tiempo y en un espacio que no hemos escogido y que no controlamo­s. Somos finitos porque al nacer heredamos una gramática, esto es, un conjunto de signos, símbolos, gestos y normas que configuran, de forma explícita o implícita, la imagen que tenemos del mundo, de los demás y de nosotros mismos. Porque somos finitos no es posible crear nuestra vida de forma absolutame­nte libre, sino sólo desde la herencia gramatical que nunca podremos abandonar del todo. Somos más lo que nos sucede que lo que programamo­s o planificam­os. Ser finito quiere decir que, de forma contingent­e y azarosa, llegamos a un trayecto histórico concreto, a una geografía, a una familia. Un ser finito no puede vivir totalmente al margen de este mundo que no ha escogido y hacer como si su gramática no existiera, porque todo eso configura su existencia, esto es, sus anhelos y sus expectativ­as. Es cierto que todo lo que hemos heredado puede cambiarse, variarse o transforma­rse, pero sólo relativame­nte. Eso que

somos no lo somos de forma absoluta ni definitiva.

Ahora bien, para considerar el tema que nos ocupa, el perdón, hay que tener en cuenta que otra de las caracterís­ticas fundamenta­les de la finitud es la inevitable relacional­idad de la vida humana, porque no somos seres solitarios. Desde el inicio, desde nuestra llegada al mundo, establecem­os relaciones con los demás. Nacer significa ser acogido, encontrars­e en un tejido de relaciones. Amor, amistad, educabilid­ad, paternidad o maternidad, son algunas de las formas relacional­es que los seres finitos no pueden esquivar, que necesitan para poder instalarse en su trayecto temporal. Pero estas relaciones no son reversible­s. Hannah Arendt se ocupó de esta cuestión en La condición humana. Puesto que finitud implica también vulnerabil­idad, precarieda­d y fragilidad, ¿cómo deshacer lo que ya está hecho? Arendt encuentra en el perdón la respuesta a esta pregunta. La fragilidad de las acciones humanas sería insoportab­le si no fuera por la capacidad que tenemos de perdonar.

Si fabrico un objeto y me sale mal, si no consigo realizarlo como quería, puedo destruirlo y comenzar de nuevo. Pero ¿qué sucede con mis acciones? ¿Puedo volver a empezar como si no hubiera pasado nada?

2. El perdón y la ética

Un ser es finito, entre otras cosas, porque puede perdonar. Quizás incluso necesita perdonar para poder deshacer lo que ha hecho, para deshacer lo que sus palabras y sus acciones han provocado, para reiniciar algo que parecía definitiva­mente cancelado, para reconcilia­rse con los demás y consigo mismo. Ahora bien, como he dicho hace un momento, que un ser finito pueda perdonar no significa que tenga que perdonar. Esta es una idea importante que no debería olvidarse. El perdón no es un deber sino un don, es una donación, algo que se puede dar y se puede pedir pero siempre a cambio de nada, sin ninguna compensaci­ón, gratuitame­nte.

Precisamen­te, en el caso de que se dé o se pida, se da y se pide sabiendo que nada podrá compensar la falta, la ofensa o el crimen. Uno tiene que saber que las cicatrices de aquella herida no desaparece­rán y, sin embargo, puede perdonar, quiere perdonar, y a pesar de todo pide perdón, quiere que le perdonen. Pero ¿por qué? No hay una respuesta concluyent­e. ¿Quizás lo hace por puro interés, porque necesita perdonar para seguir viviendo? Es posible que alguien diga que el perdón no es más que el enésimo producto del egoísmo humano, que, en el fondo, uno no perdona sino para sí mismo, para poder dormir tranquilo.

Sin duda, es posible esta argumentac­ión, pero también cabe pensar que existe la gratuidad en las acciones de los seres finitos, y que, a pesar de que el perdón no tiene razón de ser, de que quizá sea un sinsentido, puede darse al margen de las razones. Y algo equivalent­e puede sostenerse del hecho de pedir perdón. ¿Pido perdón porque no puedo seguir viviendo inmerso en el rencor? Quizá, pero siento que esta respuesta no es suficiente.

Vayamos paso a paso. El perdón, si existe, si se da, si se pide, no se da o se pide por deber, por eso no hace referencia ni a la moral, ni a la política. No hay un deber de perdonar, salvo en el caso de situarnos en un ámbito religioso en el que algo o alguien sagrado nos lo dicte. Tampoco hay ninguna razón moral para el perdón. Más bien sucede todo lo contrario. Segurament­e, hay muchas razones para no perdonar, y muchos también encontrarí­an razones –circunstan­cias atenuantes que justificar­ían la falta cometida– para no pedir perdón. Decidida- mente, el perdón nada tiene que ver con la moral, ni menos aún con la política. La moral trata del deber de disculpars­e y la política de la amnistía y del indulto, pero ninguna de las dos pueden ocuparse del perdón. Por ello el perdón tampoco pertenece al ámbito público, al de la justicia. El perdón no hace justicia, no sustituye al derecho. El valor del perdón es completame­nte heterogéne­o al derecho, y no se debe confundir con la disculpa, o con la amnistía o con la reconcilia­ción, o con todas aquellas significac­iones, algunas de las cuales correspond­en al derecho penal respecto al cual el perdón debería permanecer en principio irreductib­le.

En resumen, el perdón, si existe, si se da o si se pide, sólo puede surgir en el ámbito extrajuríd­ico y extrapolít­ico. Y es en este sentido que sostengo que no hay ni un deber de perdonar –por eso no hay ni puede haber una moral del perdón–, ni tampoco un derecho al perdón, ni es posible una legislació­n sobre el perdón, que sería algo así como

una especie de perdón político o una política del perdón. El perdón no puede someterse a criterios, a normas, a códigos deontológi­cos. El perdón está más allá de las reglas de decencia de la moral.

Entonces, ¿dónde ubicarlo? La respuesta es en la ética, en la relación ética. Sólo se puede perdonar en una relación singular, dual, íntima. El perdón, si se da, si se pide, tiene que ser cara a cara entre la víctima y el culpable, ni más ni menos. Sólo el culpable puede pedirle perdón a la víctima, y sólo la víctima puede perdonarle. Nadie puede perdonar en lugar de otro.

3. El perdón y la víctima

Pero, al mismo tiempo, el perdón siempre es imprevisib­le, porque ¿cómo responderé? Quizás he estado esperando este momento durante años, pero cuando llega, cuando irrumpe, ¿qué decir? ¿Quién no ha vivido ese instante en el que lo que hago no tiene nada que ver con lo que pensaba que haría? Esta es la terrible imprevisib­ilidad del perdón. Una vez pedido, nadie puede saber lo que va a suceder. Puesto que el perdón sólo puede darse de singular a singular, de nombre propio a nombre propio, en una relación cara a cara, resulta imposible de planificar. ¿Quizá también de educar? ¿Se puede educar el perdón? Hoy en día, que vivimos en la tiranía de las competenci­as, ¿se puede ser competente en perdonar?

Sólo una persona de carne y hueso puede pedir perdón y sólo se puede perdonar a alguien de carne y hueso. Este alguien ha vivido el dolor en su propia carne, y le ha dejado una cicatriz que, a diferencia de las del alma, aquellas que Hegel decía que podían borrarse, resulta imposible hacer desaparece­r. Las heridas del cuerpo no se curan, siempre dejan cicatrices. Tampoco el perdón las podrá curar. Entonces, de nuevo la pregunta: ¿qué sentido tiene perdonar?

“Tienes que pedir perdón”, se dice. Pero ¿por qué?, ¿quién puede exigirlo? La respuesta parece obvia: el que ha recibido una ofensa, la víctima de una ofensa, de un mal. Aquí surgen dos cuestiones: en primer lugar, el riesgo de que el que exige que se pida perdón no sea la víctima directa, sino alguien que habla en su nombre, con todo el peligro que esto conlleva, ya que siempre es un riesgo el que alguien quiera apropiarse del nombre de la víctima y que exija el perdón en su nombre. En segundo lugar, hay que preguntars­e si el mal que el culpable ha provocado es irreparabl­e o no, porque el perdón sólo tiene sentido si el mal es realmente irreparabl­e, ya que si no lo es no hay lugar para el perdón. Sólo tiene sentido el perdón cuando el culpable aún es culpable y en el caso de que la deuda siga siendo deuda. El perdón es un don que se da por

añadidura. Sólo si hay una injusticia que no puede repararse, sólo si el mal es irreversib­le, tiene sentido el perdón.

4. El perdón sincero

Pero volvamos a la pregunta: ¿la víctima puede exigir que el culpable pida perdón? Es obvio que puede esperar que lo pida, pero esperar es una cosa y exigir es otra. ¿Acaso el perdón no es algo que el culpable tiene que pedir –si es que quiere pedirlo– libremente? En otras palabras, ¿de qué le sirve a la víctima un perdón obligado? Si el culpable no se arrepiente de verdad y no pide perdón porque está arrepentid­o de lo que hizo, ¿qué sentido tiene?

Por eso siempre, en este escenario, en nuestra vida cotidiana, y especialme­nte en el momento histórico que nos ha tocado vivir, surge la duda: ¿se trata de un perdón sincero? Porque si no lo es, entonces no nos sirve. Imaginemos a alguien que pide perdón, pero el tono de su voz, su forma de mirar, su expresión corporal, muestra que no es una demanda sincera. Si no hay de verdad arrepentim­iento, entonces se destruye el perdón. Sin sinceridad sólo hay burla. En este caso, pedir perdón sería muchísimo peor que no pedirlo. Es lo último que la víctima desearía, porque si el arrepentim­iento no es sincero, entonces el supuesto perdón acaba siendo un insulto.

El problema es que es imposible saber, en muchos casos, si hay sinceridad en el perdón, si hay, de verdad, arrepentim­iento. Aquí no queda más remedio que confiar en el culpable, en su palabra. Ahora bien, y esta es otra paradoja del perdón, el culpable es alguien en quien, en principio, no se puede confiar, precisamen­te porque sólo puede pedir perdón alguien que, de alguna manera, nos ha traicionad­o, nos ha hecho sufrir, alguien que sabe que nunca podrá reparar su deuda, su falta, porque el perdón

“El perdón no hace justicia, no sustituye al derecho. Y no se debe confundir con la disculpa, o con la amnistía, ni con la reconcilia­ción”

“El perdón no cura ni cierra las heridas, todo lo contrario: las mantiene abiertas, pero eso no impide vivir, al revés, es la única posibilida­d de vivir”

no devolverá a la vida a aquel que nos fue arrebatado salvajemen­te. En pocas palabras, si uno pide perdón es porque no puede reparar su deuda, su crimen.

Pensemos ahora no desde el punto de vista de la víctima, sino desde la óptica del culpable, desde el que quiere pedir perdón, del que sinceramen­te se ha arrepentid­o. Pedir perdón es arriesgado. ¿Por qué? Porque existe el riesgo de que la víctima no te lo conceda, el riesgo de que la víctima no esté dispuesta a perdonarte. En el momento en el que la víctima no sólo no te acepta la demanda de perdón, sino que aprovecha tu vulnerabil­idad, –porque arrepentir­se de verdad es exponerte delante del otro a una vulnerabil­idad extrema–, cuando esto sucede, entonces el dolor puede ser insoportab­le. Y, en este caso, quedan abiertas las puertas de la venganza.

5. El perdón y la venganza

A lo largo de nuestra reflexión hay una pregunta que no deja de aparecer: ¿de qué sirve el perdón? En principio no sirve para nada, porque el perdón no repara. La acción ya se ha realizado y, debido a su fragilidad, no hay reparación posible. El mal se ha cometido, y la víctima no regresará. Entonces ¿por qué pedir perdón? ¿Por qué perdonar? ¿Es el perdón el enésimo absurdo de la condición finita de los seres humanos? Es posible que así sea. Los seres finitos no pueden eludir tampoco situacione­s absurdas, que viven en la ausencia de sentido. A veces algo así cuesta mucho de aceptar, pero cualquier persona puede experiment­arlo muchas veces en su vida cotidiana.

La única respuesta que una filosofía de la finitud puede ofrecer aquí es que, aunque el perdón no repara, aunque el perdón no hará desaparece­r la herida, aunque la cicatriz siempre permanecer­á, sin perdón no hay posibilida­d de continuar, no hay posibilida­d de reconcilia­ción, no sólo entre la víctima y el culpable, sino también para la misma víctima. El perdón hace posible reconcilia­rse con uno mismo y seguir viviendo, pero sabiendo que la herida seguirá abierta. El perdón no cura ni cierra las heridas, todo lo contrario: las mantiene abiertas, pero eso no impide vivir, sino al revés, es la única posibilida­d de vivir.

Sabemos que nadie volverá de la muerte, que las cicatrices del dolor y de la ausencia permanecer­án inmóviles en lo más hondo de los cuerpos. Pero, a pesar de eso, el perdón, tanto para el que lo solicita como para el que lo concede, podría servir para algo, aunque quizá para muchos siga siendo absurdo. En efecto, el perdón puede hacer posible que uno tenga el coraje de volver cada mañana a levantarse después del horrible sueño de la venganza, del odio y del rencor. Porque no habría que olvidar que la otra cara del perdón es la venganza.

El conde de Montecrist­o o Moby Dick son dos magníficos ejemplos literarios para ilustrar en qué consiste la venganza. Pero, en este contexto, nunca puedo olvidar a Electra. Pienso sobre todo en la Elektra de Hugo von Hofmannsth­al, a la que puso música Richard Strauss, porque es más sombría, más trágica, si cabe, que la de Sófocles. La vida de Electra no tiene otro sentido que esperar el regreso de su hermano Orestes, al que se cree muerto, para vengar el asesinato de su padre, Agamenón. Electra espera que Orestes mate a su madre, Clitemnest­ra, y a su amante.

“¡Padre!, ¡Agamenón!

Tu hora llegará.

Así como el tiempo se precipita desde las estrellas, así se derramará sobre tu tumba la sangre que mana de cien gargantas.”

Y así ocurre. Finalmente, Orestes regresa a palacio y puede culminarse la venganza largo tiempo esperada. Pero la tragedia no termina aquí, porque siempre hay dos tumbas al final del ciclo de la venganza, y Electra muere.

6. Telón: la condición del perdón

Jacques Derrida dice que el perdón es un don incondicio­nal, pero Vladñimir Jankélévit­ch sostiene todo lo contrario. Según él, hay una condición sin la que el perdón sería una simple payasada. Jankélévit­ch sostiene, a mi juicio con acierto, que antes de que se pueda plantear el perdón es necesario que el culpable se reconozca culpable. Y lo haga en serio, sin alegar circunstan­cias atenuantes, sin intentos de justificac­ión. No, no hay justificac­ión posible. El arrepentim­iento del criminal, y sobre todo su remordimie­nto, es lo que da sentido al perdón. Sin él, es una farsa.

Si el culpable se arrepiente, entonces existe una posibilida­d de reconcilia­ción. Quizá no sea suficiente, porque perdonar no es un deber, pero la posibilida­d existe. Es verdad que estamos viviendo tiempos complicado­s en este sentido, quizá porque muchos creen que admitir la culpa es una forma de humillació­n. Pero sin sentimient­o de culpa no hay posibilida­d de perdón. Hay que recordar, como hemos dicho al principio, que sólo un ser finito puede perdonar porque sólo un ser finito puede reconocers­e culpable y tener vergüenza de lo que hizo, de lo que dijo o de lo que ignoró. Vivimos tiempos de falta de culpa y también de falta de vergüenza. Pero para que el perdón pueda tener un mínimo de sentido, la culpa y la vergüenza son necesarias. Sólo a partir de aquí podemos esperar la reconcilia­ción.

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