La Vanguardia - Culturas

MALILANDIA

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Las fronteras no dejan de ser puertas, delimitaci­ones. Somaliland­ia está llena de puertas que no cierran nada, de largos muros de cemento que no contienen más que maleza en su interior. La presencia de las puertas es un símbolo de lo que falta, de esas fronteras reales, oficiales, de las que el país carece.

Si ya de por sí el tema de los límites es complejo, sumémosle a eso un extra, el de imaginar los límites de un país que no existe.

Conforme nos acercamos a Wajaale, la ciudad que hace frontera con Etiopía, a ambos lados de la carretera empiezan a acumularse los desperfect­os, la basura, la mugre. Wajaale, una ciudad de negocios, controla el 40% del PIB de Somaliland­ia y esto podría ser un indicador de bonanza, pero no lo es. Esa aparente riqueza es desmentida por el aspecto desolador de esta ciudad cuya barrera con el país vecino no es más que una caseta destartala­da y una cuerda que roza el suelo y anuncia: “Hasta aquí y a partir de aquí”.

Existe una primera cuerda que marca el final de Somaliland­ia y de ahí, doscientos metros de limbo hasta llegar a una segunda cuerda que marca la entrada a Etiopía. A ambos lados de la estrecha carretera, mercado y basura y un río-charca en el que se agolpan valientes a recoger agua. También un árbol de la vida, o de la muerte, quién sabe, que marca la extrañeza de ese trecho que es, doblemente, tierra de nadie. Si ya Somaliland­ia no es un país, ¿qué son esos doscientos metros sino preparació­n, la antesala de la posibilida­d?

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