EL FIN DEL MUNDO CLÁSICO
Catherine Nixey plantea como tesis central de su nueva obra la destrucción de la civilización clásica por parte del cristianismo. Interesante y polémica
¿FUE EL CRISTIANISMO EL QUE LO LIQUIDÓ?
Con la reciente publicación del altamente celebrado libro de Catherine Nixey vuelve a visitarnos la antigua tradición de la invectiva inventiva (el derecho a polemizar) como el espectro de los viejos panfletos sobre los enemigos externos y los enemigos internos de Roma de los que hablaba el maestro Santo Mazzarino a los historiadores de mi generación. La emoción que suscita La edad de la penumbra en los lectores, entre los que felizmente me encuentro, es esta: una emoción de carácter historiográfico que conecta con los debates del siglo V de nuestra era que enfrenpara taron a mentes prodigiosas como el apologeta san Jerónimo y al historiador Aurelio Víctor sobre los polizontes que se habían infiltrado en el imperio romano en tiempos de Constantino el Grande provocando la ruina del Estado, en definitiva, la decadencia del imperio. Porque estamos delante de un libro valiente, producto de una inteligencia aguda, iluminante, que se lanza a interpretar una época con el ansia de interrogación propia de una generación que no le convencen ya las componendas líquidas sobre el sentido de la antigüedad tardía, y que busca en su trabajo una reflexión general sobre la vida capaz de poner lo particular en relación con lo universal, de contener el futuro en la representación del pasado. Salgo al encuentro de este libro con la esperanza de que renueve un argumento que hunde sus raíces en el siglo XVIII con la monumental decadencia y caída del imperio romano de Edward Gibbon. ¡Por fin un libro para discutir con él! Pero, en mitad de la lectura, me doy cuenta de que hablamos idiomas diferentes. Es difícil discutir con los hijos.
Los métodos usados por Nixey suscitar la emoción del lector son los de este comienzo del siglo XXI tan inquietante. Un prólogo, un inicio, en Palmira hacia el 385 d.C. cuando una manada llegó del desierto (¡qué tremenda imagen, y de cuanta actualidad hoy!), luego de inmediato una introducción, un final, en Atenas en el 532 d.C., cuando los filósofos abandonan la Academia, convencidos de que ha acabado la era de la filosofía. Son ciento cincuenta y siete años, la historia de un cambio en el sistema de valores de la civilización grecorromana, pero también la historia de la ruina del mundo clásico y del triunfo de la cristiandad, donde el lector encontrará una innovadora mirada sobre la antigüedad tardía, donde Peter Brown deja de ser considerado la figura central en la interpretación para convertirse en un outsider al que se le respeta por sus análisis, no por su concepción del proceso histórico.
Pero lo sorprendente llega a continuación, en dieciséis capítulos, donde se crea un clima favorable a situar la tesis central del libro: la civilización clásica fue destruida sin piedad por el cristianismo. El lector se encuentra en las llanuras del relato donde hoy gusta situarse la buena historia: las de la narración objetiva de detalles, constituida por hechos, personas, situaciones, debates, de los cuales extrae una filosofía de la vida como cuando cuestiona el número y la intensidad de los mártires cristianos, construida “sobre una imagen muy potente, pero incierta”; imagen de un dramatismo proclive a las novelas y el cine (nadie olvida, tampoco lo hace Nixey, el péplum Quo Vadis con Ustinov de Nerón) que difunde la tesis de una Iglesia perseguida tan perdurable en el imaginario colectivo como falsa desde un punto de vista histórico, se dice aquí adoptando la tesis de la reputada estudiosa Candida Moss que ya provocó su revuelo sobre “la invención del martirologio”. La vena del filosofar al modo clásico, como una buena seguidora de Séneca o Marco Aurelio, estoicismo cosmopolita como punto de referencia, sigue brotando en esta lectura del origen de la darkening age, pero la vastedad del argumento es tal que se permite afrontar todos los planos de una realidad crítica: desde la sensación de que hacer un sacrificio a los dioses del Olimpo es el preámbulo a ser ajusticiado hasta la descripción de cómo desapareció “el edificio más glorioso del mundo”, el templo de Serapis, en 392 d.C. “cuando un obispo, con el apoyo de una banda de cristianos fanáticos, lo redujo a escombros”. Y así en cada caso, de forma decida, siempre en busca de razones para culminar su plan de demostrar cómo el triunfo del cristianismo se hizo a costa de la destrucción de la civilización clásica a base de imágenes y sensaciones y de ese sabor de vida que se pierde a medida que el dogma va ganando terreno sobre el mito.
Y sin embargo se podría decir que no cubre todo el espectro de lo que plantea: la civilización romana no es sólo su refinada literatura y su arte, es también su forma de vida basada en la esclavitud, la violencia sobre el vencido o los juegos a muerte de los gladiadores como diversión social; no es sólo la tolerancia religiosa también es el sometimiento a un despotismo ajeno al derecho (a pesar del derecho romano), no solo una cultura del carpe diem horaciano, con resonancias pop en nuestros días, sino una cultura coercitiva de la movilidad social, del desarrollo tecnológico, de la integración de los migrantes a quienes se calificaba de “bárbaros” porque no hablaban latín. Y sobre todo fue una cultura confiada en sí misma que generaba posverdades, vale decir mentiras, para sostener una causa. En ese punto estoy plenamente de acuerdo con la autora: no había nada peor en aquel tiempo como en el nuestro que esos personajes taimados que esconden la maldad en un rictus de superioridad moral; fueron aquellos que celebraban sus éxitos como victorias de la historia, como hoy quieren convencernos de que una idea vale más que los millones de desplazados (y muertos) que genera. Tenemos tan cerca esta postura que no resulta difícil entender el argumento de este interesante y muy recomendable libro.