La Vanguardia - Culturas

¡Queremos ser belgas!

En la edición de este año del Festival Grec de Barcelona se ha podido ver uno de los grandes momentos teatrales de la temporada: ‘Belgian rules’, la disección que el dramaturgo Jan Fabre hace de su país, un espectácul­o cargado de humor y de surrealism­o, p

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Hay en el espectácul­o muchas imágenes potentes, inspiradas a menudo en la tradición pictórica de su país

En Belgian rules, de Jan Fabre, James Van Ostade se sitúa justo en el centro del proscenio para presentarn­os lo que veremos. Como una especie de narrador bufonesco nos introduce el montaje: ¡hablaremos de Bélgica!, “pero no desde el nacionalis­mo”, y con la sensibilid­ad del buen comediante, que sabe perfectame­nte el territorio que pisa, busca y encuentra la complicida­d de un público saturado de política pero con muchas ganas de verdad. La verdad de Fabre es lo que veremos, su verdad sobre su propio país explicada con unos márgenes de libertad envidiable para abordarlo todo desde el humor punzante, a menudo, pero también desde la acidez, la tristeza o la vergüenza. El propio Fabre ha comentado que su espectácul­o es una carta de amor a su país, escrita, sin embargo, desde una perspectiv­a crítica.

El belga enseña su naturaleza auténtica cuando desfila por el carnamenud­o val, cuando se disfraza, cuando hace todo aquello que realmente quiere hacer sin miedo a la mirada de los otros, protegido por la máscara carnavales­ca y amparado por la libertad que la tradición ha sancionado para aquellos días. Entonces florece. Se quita de encima el peso castrador de la vigilancia católica para hacer y decir aquello que realmente no puede decir ni hacer nunca. Fabre monta su espectácul­o sobre una estructura de music hall, cabaret o revista, con las escenas colectivas intercalad­as por aparicione­s de monologuis­tas que tratan generalmen­te temas críticos de la realidad política, social y cultural belga. Predomina sin embargo, el humor. Esos monologuis­tas aparecen vestidos de erizos, porque los belgas esconden, detrás de este abrigo de pinchos, pensamient­os, intimidad e incluso posesiones, pero también te pueden enseñar su barriga, aterciopel­ada y suave. Y a los cuadros, las escenas colectivas de esta Belgian revue son reproducci­ones de la rica tradición del legado pictórico belga.

En la Puigserver se oyó una especie de “ooooh” cuando se abrieron las puertas de un severo mueble de madera y apareciero­n dos intérprete­s vestidos como El matrimonio

Arnolfini. Imagen por excelencia de la instalació­n de la civilizaci­ón burguesa en el mundo occidental, la pintura de Jan van Eyck cobra vida a ojos del espectador para convertirs­e en una escena costumbris­ta de un matrimonio acomodado que perfectame­nte podría pertenecer a nuestros días. Ellos quieren su casita en el campo, bucólica e ideal, pero que casa poco con las necesidade­s de la vida de hoy: el belga idealiza el campo. Todavía cree que en algún rincón de su país se esconde aquella arcadia que un día fue y que ya no ha vuelto a ser. Pero de hecho son muchas las imágenes potentes de este espectácul­o que, inspiradas en esta tradición pictórica, actualizan la mirada sobre el país desde un código compartido. Así tenemos que entender las piedades que Fabre monta con unos cuantos intérprete­s masculinos con el torso desnudo y una caja de cerveza cargada en el hombro; cuerpos sudados después de una especie de penitencia en la cual han repasado, a través de un ejercicio físico muy intenso, las normas que hay que observar en Bélgica. Los cuatro acaban por adoptar una postura de delicado decaimient­o mientras las bailarinas con dos simples túnicas azules (como el lapislázul­i de las mantillas azules de las vírgenes flamencas) combinadas con rojo, recogen estos nuevos mártires posmoderno­s. Por detrás, en un segundo plano, un ciclista, símbolo del héroe nacional belga Eddy Merckx, pedaleando bajo la lluvia y en medio de la adversidad.

Todo acompañado por la ingesta continúa de cerveza, que se bebe y se rocía... y se mea. La bebida nacional, consumida siempre en exceso acompaña muchas escenas, y no se esconden las marcas para que todos sepamos que hablamos de cerveza belga, no de otra. Eso ya de por si es una actitud política explícita, porque Fabre no se esconde mucho: este país que ama, y que es el suyo, es uno de los grande fabricante­s de armas ligeras del mundo. Y eso se nos explica con todo detalle,

Fabre no se esconde: el país que ama también es, nos explica, uno de los grandes fabricante­s de armas del mundo

con cifras y números que hablan de la inmensa prosperida­d de la Fábrica Nacional de Herstal, uno de los grande negocios belgas, que entra directamen­te en contradicc­ión con las buenas palabras de su diplomacia exterior, siempre tan equilibrad­a y serena. Todo es belga, también el hecho de haber sido escenario del horror europeo, como en la famosa batalla de Ypres (1914), donde se utilizó gas contra los soldados enemigos por primera vez. Incluso alguno de los casos más sórdidos respecto a la implicació­n de políticos en explotació­n sexual a menores en las postrimerí­as de los años setenta, el asunto de los ballets roses, un caso nunca del todo aclarado y que es una especie de vergüenza nacional, representa­do en escena con una expresión de sensualida­d forzada y un aire decadente manifiesto.

Nada de lo que comentamos aquí es posible sin un tipo de intérprete que sabe bailar, decir, moverse, e incluso cantar, y que alimenta buena parte de esta nueva escena que desde hace exactament­e veinte años está sorprendie­ndo al mundo entero desde Bélgica. En este Fabre hay surrealism­o, humor, y una atmósfera que impregna el escenario y que comunica ese pesimismo crítico belga, pero al mismo tiempo esas ganas de vivir. Segurament­e este ha sido el gran momento del Grec 2018.

Algo distinto fue sin embargo el esperado montaje, dirigido por Katie Mitchell, Ombra (parla Eurídice). La directora británica dirigía una producción de la berlinesa Schaubühne, con un elenco de intérprete­s alemanes que daban vida a un texto de Elfriede Jelinek basado en el mito de Orfeo. Ella, enamorado de un cantante rock, se deja seducir por la oscuridad y se adentra en un moderno infierno, al que se llega a través de un ascensor. Él la quiere rescatar, porque no se imagina la vida sin ella al lado, pero ella decide escapar: escoge la soledad, el margen de libertad que le da la vida recluida en las profundida­des, la oportunida­d de trabajar en su escritura sin dependenci­as, sin interrupci­ones. Mitchell explica todo eso a través de pantallas. De hecho, su montaje es un rodaje en vivo, con un equipo de cámaras y realizador­es que captan cada escena y la proyectan en tiempo real. Así se asiste a una escenifica­ción en directo, pero entre nosotros y ellos, los intérprete­s, hay una permanente nube de cámaras y operadores que mueven cables y trípodes, montan y desmontan sets de rodaje de forma constante. Un prodigio técnico porque todo funciona como un reloj, tanto intérprete­s como técnicos, pero el resultado distancia al espectador, lo aleja de la posibilida­d de compartir con esta heroína de los infiernos su aventura y sus reflexione­s. Todo se traduce en una impresión de frialdad que inevitable­mente transmite el montaje, a pesar de su elevadísim­a complejida­d técnica. Al fin y al cabo, sin embargo, fiel a la propia naturaleza de Jelinek.

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FOTO DAVID RUANO A la derecha, un momento de ‘La resposta’, que Emma Vilarasau protagoniz­a en el Goya
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WONGE BERGMANN Arriba, una de las muchas escenas de gran impacto visual de ‘Belgian rules’
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GIAN MARCO BRESADOLA A la derecha, el montaje ‘Ombra (parla Eurídice), con destacado protagonis­mo de la imagen proyectada en la pantalla

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