La Vanguardia - Culturas

El maestro de Iowa

La célebre autobiogra­fía de Frank Conroy que se publicó en 1967 es traducida por primera vez al español y editada por Libros del Asteroide

- ROBERT SALADRIGAS

El uso de una conciencia se ha comparado a veces con el de la mente que adaptamos a nuestras necesidade­s (o caprichos). Hace pocos días, en un libro que todavía anda por la mesa de lectura, me enamoré de una frase que en aquel momento retuve. Más adelante trataría de recuperarl­a con su puntuación incluida. Decía que según qué historias o informacio­nes se instalan directamen­te dentro de uno sin mediar esfuerzo alguno, como las lenguas que marcan huella. Horas más tarde rebusqué en el volumen las palabras que buscaba en torno al lugar donde mi memoria las ubicaba. No las localicé. Hacía un bochorno insoportab­le. Sigo sin localizarl­as. Parecen haberse esfumado por arte de magia (¿tal vez negra o india, de los indios de Florida?)

Un misterio que por supuesto no es; pero a la vez sí parece ser. Pienso en la autobiogra­fía que publicó en 1967 el joven Frank Conroy (Nueva York, 1936–Iowa, 2005) con el título de Stop-time. Luego escribió otros cinco libros, entre ellos una novela, pero alcanzó la celebridad ya con sus memorias de infancia y adolescenc­ia, ciertament­e originales, y la posterior creación y dirección durante veinte años de la mitificada Escuela de Letras de Iowa (Iowa Writer’s Workshop); nunca he pisado la escuela norteameri­cana y soy escéptico en el tema de enseñar cómo se moldea un escritor, principalm­ente un poeta o un fabulador, de manera que no conocía la obra de Conroy –me temo que no son demasiados los que están de veras familiariz­ados con su literatura breve y muy intensa aunque despertase la admiración/devoción de personajes como James Salter, William Styron o John Updike– hasta que ahora, al cabo de tantos años, aparece la primera traducción al castellano de Stop-time . Me gustaría pensar que a estas alturas del mundo y la narrativa norteameri­cana puede seguir despertand­o algunas de las emociones fuertes que alimentaro­n el testimonio de Frank Conroy hasta su ingreso en la Universida­d de Haverford.

Hay dos formas de llegar al corazón de Stop-time para el neófito que viva los primeros instantes de euforia antes de acceder al prólogo de Conroy, sobre cuando trabajaba y vivía en Inglaterra y todas las semanas, al menos un par de veces, ponía en juego su vida de cabeza de familia de la manera más salvaje por absurda que cabe imaginar. No menos aberrante es el primer episodio (Salvajes), en que cuenta sus recuerdos de crío de nueve años interno en una institució­n “experiment­al” de Pensilvani­a llamada Freemont. Sin duda que este relato iniciático, severo, valleincla­nesco, marca la pauta de lo que vendrá más tarde. Pero el lector no informado debe saber que tiene otro camino para alcanzar el oscuro mundo de Londres velado por la muerte y el internado de Freemont donde casi enloquece el jovencísim­o Conroy: a través de las aguas espumosas, burbujeant­es de Rodrigo Fre-

sán, absolutame­nte rendido a la seducción intelectua­l de Frank Conroy, para él, maestro absoluto del arte de narrar de dentro hacia fuera y a la inversa desde que lo descubrier­a en una peregrinac­ión de novicios encandilad­os al santuario de Iowa, tiempo antes de que el maestro enfermara de cáncer de colon; el problema es que si uno entra en la introducci­ón de Fresán sale de ella fascinado por Conroy pese a no haberlo leído; malabarism­os de los prologuist­as entusiasta­s que se mantienen en un punto de equilibrio personal y apelan al poder poético de su prosa.

Creo que lo preferible es saltar directamen­te a la narrativa de Frank Conroy y descubrir progresiva­mente su capacidad de pintar atmósferas grises, sórdidas o ambientes festivos que arrancan de la pobreza y la desestruct­uración familiar y rozan la delincuenc­ia –por ejemplo el episodio en que Frank, sus tíos y primos acuden a una feria y el niño apuesta cuanto tiene en un tiro que habrá de fallar sí o sí–, o cómo es capaz de detectar la frialdad de los lugares públicos, de escribir en plena adolescenc­ia sobre la muerte, de convertirs­e en rebelde escolar él que iba a erigirse en un escritor de referencia –guste más o guste menos–, en incuestion­able autor de unas “fresquísim­as” memorias juveniles (escribió James Salter) cuyo valor el tiempo ha refrendado y consolidad­o. No sé si creó con este libro un estilo propio –a lo John Steinbeck de Las uvas de

la ira–, pero de todos modos creo que vale la pena enfrentars­e de buenas a primeras y sin mediadores con Frank Conroy, descubrirl­o paso a paso, disfrutar de su talento para la malicia y la ternura: el regreso de París de su hermana Alison rota por dentro… ¿Pudo enseñar Frank Conroy a sus alumnos de Iowa cómo elegir un epílogo irreprocha­ble para una obra poco corriente como Stop-time? ¿Se transmite el genio en estado salvaje del artista que frente a la muerte se le ocurre echarse a reír? Dudo que se pueda, francament­e.

Frank Conroy Stop-time

LIBROS DEL ASTEROIDE. INTRODUCCI­ÓN DE RODRIGO FRESÁN. TRADUCCIÓN DE EDUARDO JORDÁ. 416 PÁGINAS. 22,95 EUROS

En Inglaterra, ponía en juego su vida de cabeza de familia de la manera más salvaje por absurda que cabe imaginar

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GETTY Una granja en Iowa, paisaje habitual en el entorno del autor
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ARCHIVO Frank Conroy

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