Juegos ocultos y amor declarado
En sintonía con los pasatiempos con los que el conde Aleksandr Ilich Rostov y la pequeña Sofía amenizan sus largos días de encierro, Un caballero en Moscú contiene al menos un mecanismo estructural y una reiteración que podemos llegar a calificar de juegos internos, los cuales fácilmente pueden pasar desapercibidos –como fue el caso de este crítico, que los descubrió a posteriori, en el transcurso de una entrevista en la página web de su responsable–. Exhortaciones a la percepción y a la inteligencia del consumidor, su detección equivale pues a la extensión de un certificado de “concentración sobresaliente en el ejercicio de la lectura”. Con el objetivo de no revelar nada significativo, nos limitaremos a ofrecer una palabra clave que conecta ambos esfuerzos por establecer discretamente un tipo de orden melódico: “ACORDEÓN”.
La combinación de datos reales y productos de la imaginación supone otro de los atractivos de la novela, planteando una serie de interrogantes que animan a la investigación lúdica. ¿El apagón que sufrió Moscú durante la reunión de capitostes soviéticos para celebrar la inauguración de la primera central nuclear en 1954 ocurrió o es una invención? ¿Es cierto que los muebles de valor llevaban clavada, en la parte inferior, una chapita de cobre con un número grabado para identificarlos como parte del patrimonio del pueblo? ¿Y que el hotel Metropol recibiera la orden de arrancar las etiquetas de todas las botellas de vino de su esplendorosa bodega en aras de la igualdad?
Más allá de elementos anecdóticos, no cabe duda que la documentadísima novela surge del amor y la admiración que Towles profesa por la lengua y la cultura rusas, sobre las que demuestra un conocimiento profundo, sentimientos que quedan plasmados en toda su dimensión en un pasaje en el que se intenta explicar la tendencia a la autodestrucción del alma rusa. “No era nada abominable, ni nada de lo que avergonzarse ni que aborrecer; era nuestra mayor fuerza. Nos apuntamos con la pistola no porque seamos más indiferentes o estemos menos cultivados que los británicos, los franceses o los italianos. Todo lo contrario. Estamos dispuestos a destruir lo que hemos creado porque creemos más que ninguna otra nación en el poder del cuadro, del poema, de la oración, de la persona”.