Lo que la pintura escondía
De mi primer ejemplar de
Santuario, de Faulkner, adquirido cuando tenía dieciocho años, me llamó siempre la atención la imagen que lo ilustraba: una joven tendida en un campo que, de espaldas al espectador, contemplaba una casa y un granero. El tiempo puso nombre a la pintura: El mundo de
Christina; a su autor: Andrew Wyeth; y al lugar representado: la Casa Olson en Maine.
Por influjo de Temple Drake, el personaje femenino que Faulkner creó para su novela, la Christina de la pintura era en mi imaginación una muchacha ávida y perversa, que contemplaba casa y granero como si en ellos se escondiera una fuerza oscura que exigía la postura reptante, entre la lascivia y la anticipación de la entrega. El hecho de que Wyeth hubiera pintado a su modelo de espaldas encendía aún más mi fantasía. Yo sospechaba que Christina miraba con la boca entreabierta y un afán en el pecho parecido al que provoca la fiebre: un malestar con algo de delicioso, como un prurito.
La realidad del cuadro puso coto a tantos excesos. A quien Wyeth había pintado era a una mujer llamada Anna Christina Olson, que sufría del mal de Charcot-MarieTooth, neuropatía hereditaria conocida como atrofia muscular peroneal. La muchacha ardiente era una mujer con piernas como patas de cigüeña, pies deformados con un arco alto y dedos de martillo. Christina no perseguía una inconfesable forma del placer que emanara de la casa Olson, sino que se arrastraba por el suelo pues para ella era la forma más cómoda de recoger verduras.
Así la contempló Wyeth durante décadas, ya que el pintor veraneó en esa zona de Maine entre 1940 y 1968. En realidad, el único aspecto inquietante del cuadro radicaba en que era fruto de la yuxtaposición de dos mujeres. Las extremidades inferiores pertenecían a Christina, que cuando Wyeth pintó el cuadro tenía cincuenta y cinco años, mientras que el torso era el de la esposa del artista, Betsy, que cuando su marido proyectó
El mundo de Christina apenas tenía veintisiete.