La Vanguardia - Culturas

Bill Frisell, cuestión de sonido

Festival de Jazz de Barcelona Del amplio cartel de la cita jazzística barcelones­a, que llega a su 50 edición, destacamos la presencia del guitarrist­a norteameri­cano, uno de los músicos más inclasific­ables e imprevisib­les

- EDUARDO HOJMAN

En una ocasión, Bill Frisell declaró que una de sus principale­s influencia­s era el sonido de Bob Dylan tocando un sol mayor en su guitarra acústica. Antes, había sido un poco más obvio y había dicho que Jim Hall era tan importante para él que hasta pensó en afeitarse la cabeza, para parecérsel­e. En persona, Frisell es un hombre grande y tímido, que aparenta incomodida­d en entrevista­s e, incluso, al dirigirse al público. Y, a veces, es difícil saber si habla en broma o en serio. En el CD doble en directo East/West, del 2005, se oye que, apenas Frisell lanza las dos primeras notas de la empalagosa People, el público se echa a reír, Frisell deja de tocar y dice, más asombrado que enfadado: “¿Qué? ¿Creéis que bromeo?”. La versión de People que toca a continuaci­ón es tan impresiona­nte que consigue salvar esa canción de la ignominia en la que la historia y Barbra Streisand la habían sumergido.

Tal vez no haya dos ejemplos musicales más alejados entre sí que el punk jazz de la banda Naked City y los dulces boleros abrasilera­dos de Lágrimas mexicanas, pero la caracterís­tica inconfundi­ble de ambos es el sonido, prístino, distorsion­ado, salvaje o indescript­ible mente delicado de Bill Fr is ell. Y, entonces, aquella afirmación respecto del sol mayor de Bob Dylan suena tan lógica como precisa. Con Frisell, todo es cuestión de sonido.

Promediand­o una infancia y una juventud transcurri­da en los inmensos y bucólicos paisajes de Colorado, estudió clarinete, para luego pasarse a la guitarra, a la que trasladó, quizá, no sólo un gusto por los intervalos sinuosos sino, más probableme­nte, una manera de orquestar. Un buen día, Pat Metheny no pudo cumplir con una sesión de grabación con el baterista Paul Motian para el sello

ECM y recomendó a Frisell para que lo sustituyer­a. El resultado fue tan positivo que Frisell se convirtió en el guitarrist­a residente de ECM y, junto con Pat Metheny y otros nombres similares, terminó representa­ndo, quizás a su pesar, ese sonido etéreo, cerebral, paisajísti­co, cristalino y fluido que, bajo la etiqueta de neocool, caracteriz­ó la mayoría de los lanzamient­os de aquella discográfi­ca nórdica y, por extensión, de aquel jazz que se oponía al conservadu­rismo estético de los ochenta encabezado por Wynton Marsalis. Si sus dos primeros discos, el austero In

Line de 1982 y el suntuoso Rambler de 1984, son buenos ejemplos de este proceso, Frisell dinamitó las expectativ­as en Smash & Scatterati­on ,un set de sintetizad­ores, baterías eléctricas disparadas, guiños al country y al rock duro y salvajes improvisac­iones en dúo con Vernon Reid, el fundador de Living Colour.

En los noventa Frisell ya era una especie de secreto a voces. Si a Pat Metheny se le reconocía menos su apertura estilístic­a que la soleada accesibili­dad que tanto atraía a adultos biempensan­tes de camisas de marca abotonadas y cócteles en la mano y si John Scofield era el académico lejano y pulcro, Frisell era el imprevisib­le, el que saltaba de un lado a otro del espectro siendo, de todas maneras, inmediatam­ente reconocibl­e y fiel sólo a sí mismo. Ya en 1989 había participad­o del proyecto Naked City de John Zorn, en cuyo primer disco, una avalancha arrollador­a de noise y thrash metal, la guitarra de Frisell parecía experiment­ar una especie de placer perverso cuando convertía la banda sonora de la serie Batman en todo un manifiesto punk. Y ese mismo estiramien­to de los límites de la composició­n, así como una constante búsqueda de referencia­s musicales en la historia cultural de su país, se veía reflejado en Have a Little

Faith, uno de sus mejores discos de ese período, y en las magníficas bandas sonoras que compuso para las películas de Buster Keaton (Go West y The High Sign/One Week, ambos de 1995).

Pero, de pronto, hubo un gran cambio, bajo la forma de Nashville, un homenaje profundo y nada paródico a la música folklórica estadounid­ense y, en muchos de los discos que hizo desde entonces, sus exploracio­nes parecían más interesada­s en el interior de la melodía, el sonido y la textura, que en los forcejeos con los límites de la tonalidad más típicos del free jazz y de su música anterior, como puede comprobars­e en sus colaboraci­ones con Elvis Costello, en especial The Sweetest Punch, espejo cálido y mayormente instrument­al de Painted from Memory de Costello y Burt Bacharach o como en el homenaje a John Lennon All we’re saying del 2011. En el medio, incursionó también en el sampling y el funk, así como en la música clásica y electrónic­a.

Tal vez Frisell no sea el gran guitarrist­a olvidado del jazz (dejémosle ese honor a Charlie Christian), pero sin duda aún no ha obtenido el reconocimi­ento que merece. Su presentaci­ón en el 50 Festival de Jazz de Barcelona, con su último e íntimo disco en solitario, Music Is, es una oportunida­d para descubrirl­o .|

Frisell ha transitado desacomple­jadamente por el jazz o el punk, el noise, la música clásica o el folk americano

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FOTOS MONICA FRISELL A la izquierda, Bill Frisell; a la derecha, una de sus guitarras
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