Barcelona será cultural o no será
Propuestas de nuevo modelo urbano en el libro ‘Alerta Barcelona’
Miquel Molina sugiere en su nuevo libro, ‘Alerta Barcelona’ (Libros de Vanguardia), que cualquier replanteamiento del modelo de ciudad debe contar con la cultura como eje vertebrador. Se refiere a la cultura en un sentido amplio, que incluya la excelencia educativa y científica de la metrópolis. En este capítulo, el autor proyecta el foco sobre los días de octubre del 2017 que situaron a Barcelona en el ‘prime time’ de los informativos de todo el mundo. A partir de ahí, dirige la mirada hacia el pasado (menciona las inercias y muestras de autocomplacencia que han lastrado la proyección de la ciudad) y hacia el futuro (cómo intentar que Barcelona mantenga su reputación y siga atrayendo talento)
El resorte necesario para empezar a escribir este texto se activó el 27 de septiembre del 2017. Aquella tarde, miles de personas ascendíamos la montaña de Montjuïc para cumplir con el que se ha convertido en un ritual muy barcelonés: pasar dos horas en el Estadi Olímpic en compañía de los Rolling Stones. Había expectación por ver si Keith Richards volvía a ser el de antes –las apuestas las tenía en contra– y por averiguar cómo adaptaba Mick Jagger sus coreografías a sus 74 años cumplidos.
La sexta visita a la ciudad de sus satánicas majestades no se producía en un momento cualquiera. Durante las horas previas de aquel miércoles aún veraniego se habían sucedido las noticias alarmantes en torno a los preparativos del referéndum del 1 de octubre. Desde el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya se había ordenado a la policía impedir el uso de los edificios públicos para las votaciones. El entonces ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, afirmaba que el inusitado despliegue policial pretendía garantizar la convivencia. Y en el mundo independentista ganaban peso los partidarios de una declaración unilateral de independencia, la famosa DUI.
Mientras la inminencia del tan invocado choque de trenes era perceptible en el ambiente electrizado de la ciudad, Montjuïc, en cambio, se ofrecía como un remanso de calma. Ni una bandera, ni una pancarta. En el estadio, la única referencia patriótica era una enseña albiceleste colgada de una de las gradas laterales: “Argentina, República Stone”, se leía en ella. Faltaban pocos días para que el término república se adueñara del relato político catalán.
Las visitas a Barcelona de los Rolling Stones, desde aquel concierto en 1976 que incluyó cargas de los grises, habían coincidido con momentos relevantes del historial anímico de la ciudad (la euforia preolímpica de 1990, la depresión postFòrum del 2007…). Aquel 27 de septiembre del 2017, sin duda, lo que tenían en común la banda de
músicos y la ciudad de Barcelona era una situación sostenida con alfileres. Los Stones ya no eran la
troupe diabólica cuyo aterrizaje era esperado con ansiedad por las
groupies y los traficantes de narcóticos. Esta vez, quien les aguardaba a su llegada era un conocido médico barcelonés, contratado por la organización para atender en el backstage las necesidades geriátricas de un séquito de abuelos y bisabuelos.
¿Y Barcelona? Aunque aún no había empezado a anunciarse la fuga de empresas, se temía por el efecto que la crisis política pudiera tener en la economía y en la imagen exterior. Cundía una cierta sensación de desamparo.
Barcelona lleva años perdiendo relevancia como actor político, condicionada ahora por las tensiones políticas
¿Seguirá la ciudad atrayendo talento? ¿Habrá que pagar entre todos un alto coste de oportunidad?
Cuando más falta hacía un liderazgo municipal fuerte, el papel de la alcaldesa, Ada Colau, se diluía en su intento de mantener transitables los puentes entre una y otra orilla. Forzada por unos a situar a Barcelona al frente de la vanguardia independentista facilitando el referéndum, y amenazada por otros por no oponerse a las votaciones, a Colau no le quedaba margen para ejercer el liderazgo ciudadano que la situación requería. Su drama era el de la izquierda catalana, incapaz de encontrar su lugar en el nuevo mapa político.
Pero la responsabilidad no era sólo suya. Una mirada retrospectiva sugería que Barcelona llevaba años perdiendo relevancia como actor político. Tampoco el Ayuntamiento convergente de Xavier Trias, ni la Generalitat de Artur Mas y Carles Puigdemont, ni, por descontado, el Gobierno central habían considerado necesario anteponer –o, al menos, preservar– los intereses de Barcelona en medio del terremoto político del procés. El voto de los propios barceloneses (como se iba a confirmar en las elecciones al Parlament de diciembre del 2017) se había ido decantando por el eje nacional, obviando los debates de ciudad. Barcelona, ya fuera por un exceso de confianza en su marca, por su valor instrumental como amplificador del proceso independentista, o por el menosprecio de un PP cada >