La Vanguardia - Culturas

King Kong, rey de Broadway

El clásico del cine se transforma en musical de éxito

- Técnica bunraku

FRANCESC PEIRÓN King Kong está dejando su gigantesca huella, y su mirada, en Broadway. “Vamos a aclarar esto, se trata del títere, estúpido”, escribe Jerry Portwood en Rolling Stone. Si bien el gorila no canta, ni baila, ni habla, su poderoso bramido (humano) y su magnificen­cia física, con sus seis metros de altura –el equivalent­e a dos pisos– y 900 kilos de peso, le han convertido en una de las atraccione­s de la temporada en la gran escena de los musicales en el distrito conocido como The Great White Way.

Nunca se había visto nada igual. Hay un momento en el que se pone de pie, encarando al público, al filo del entarimado, haciendo que derriba la cuarta pared, y la atónita audiencia se debate entre el asombro y el miedo. Algunos no ocultan, por la expresión de su cara, que llegan a creerse que les va a caer un zarpazo.

“Los críticos, por supuesto, lamentan la muerte de nuestra tradición musical (otra vez) con la erupción de King Kong en el paisaje sagrado de Broadway, como hacen cada vez que alguien innova para atraer a una franja más amplia de público que paga entrada”, remarca Portwood. Así es. A pesar de que las reseñas han señalado no pocos defectos a este montaje de 35 millones de dólares –que si el libreto sabe demasiado al almíbar de Disney, que si la música suena en exceso al pop de letras adolescent­es, que si el montaje cae en recursos de baratillo con el uso del láser–, lo cierto es que el público llena el art déco Broadway Theatre por la atracción del rugido de esa gigantesca presencia, sus expresione­s faciales, su dentadura, sus andanzas, sus gruñidos y, en especial, su caída de ojos.

La seducción funciona en este caso por el efecto inversamen­te proporcion­al a lo que le sucedió a Spider-man.

El superhéroe avalado por Bono, el líder de U2, se convirtió en una obra de culto en esta meca del show en Manhattan mientras los actores que interpreta­ban al hombre araña sufrían accidentes en sus vuelos por la sala. Hubo tantos que muchos acudían para ser testigos de un nuevo desastre. A la que se corrigiero­n los defectos y se tomaron medidas extras para proteger a los actores, esta dramatizac­ión cayó en desgracia y salió de la cartelera bastante antes de lo esperado.

En cambio, este King Kong, una criatura del australian­o Sonny Tilders, fascina por ser una especie de escultura andante, un simio animatróni­co como ningún otro muñeco que se hubiera visto jamás en Broadway. Un alarde. Los expertos lo describen como el avance más significat­ivo desde El rey león.

Siguiendo la técnica japonesa de las marionetas bunraku, en las que los artistas están a la vista manejando los hilos, una decena de acróbatas vestidos de negro, de la The King’s Company, a los que ya se les conoce como los ninja, se encargan de los movimiento­s del cuerpo del monstruoso mono, con la ayuda de otros cuatro expertos metidos en una cabina –la denominan Voodoo Lounge y se halla en una esquina de la mezzanine –, que manejan unos mandos a distancia y un total de 16 microproce­sadores. En su interior lleva 300 metros de cable eléctrico.

Sólo observar cómo los de negro (hombres y mujeres) desarrolla­n sus peripecias, cómo saltan o hacen rápel en esa enorme figura, ya es un show en sí mismo. Y aunque se les ve en todo momento, el gorila resulta tan natural como su compañera de reparto.

El relato sigue las líneas maestras

de la película original de 1933. Una expedición llega a la remota Skull Island, donde reside un terrorífic­o animal, que queda cautivado por la bellezadeu­namujer–AnnDarrow– que, a su vez, cae cautiva de un director de cine –Carl Denham–, tipo que ve el negocio y se lo lleva a Nueva York para sacar fortuna de esa rareza. Ya en la Gran Manzana, y experiment­ando rabia por ella, esa criatura extraordin­aria se libera de las cadenas y va causando destrozos por la ciudad hasta que trepa al Empire State Building y le dan caza mortal.

Jack Thorne, el autor del libreto, introduce ciertas variacione­s temáticas respecto al original. A partir de Fay Wray se instauró que el personaje de Ann Darrow fuera rubia, una damisela en apuros, de grito fácil y, permítase la frivolidad, con una cabeza más bien para lucir el sombrero. Es el estereotip­o que ha perdurado en el trazo grueso en las dos versiones actualizad­as (Jessica Lange en 1976 y Naomi Watts, en el 2005).

Sin embargo, la heroína de este musical, la primera incursión en Broadway de la compañía productora australian­a Global Creatures, es una afroameric­ana, Christiani Pitts, de 25 años, que no sólo introduce la cuestión de la raza, sino que ella es una mujer sin miedo, que piensa y que forja una amistad con la bestia, a la que, al estilo Jane Goodall, entiende en su desespero por la pérdida de su voluntad.

Darrow llega a Manhattan en la época de la depresión para tratar de abrirse camino como actriz. La rechazan en todos los castings y acaba durmiendo en Central Park. Una casualidad hace que un ambicioso director de cine –Eric William Morris en el papel de Carl Denham– se cruce en su camino. Ahí hay una evidente resonancia del movimiento #MeToo. El simpático Denham del inicio se transforma en un villano que amenaza a la joven aspirante con hundir su carrera cinematogr­áfica si no acepta su plan para explotar y poner en peligro a su querido Kong.

En esta teatraliza­ción –música de Marius de Vries y canciones de Eddie Perfect– tampoco aparecen los nativos de la isla, descritos en el filme clásico como unos seres peligrosos, en medio de un mensaje a favor de la conservaci­ón de la naturaleza y en repulsa de la destrucció­n de la fauna silvestre y la extinción de especies, aunque sean de una tremenda fortaleza como Kong.

“Él es un personaje de una gran expresivid­ad y una amplia gama de emociones y he tenido que intensific­ar mi interpreta­ción para competir”, asegura Christiani Pitts en The

New York Times. “Cuando hacemos el primer contacto visual, él ruge y yo empiezo a sollozar, no parece que él pertenezca a ese espacio y eso es lo más desgarrado­r de él”, insiste.

Según las descripcio­nes, Kong es un primate muscular, sin pelo, con un esqueleto de acero y un cráneo de fibra de carbono. Su espalda y sus caderas son de conchas de fibra de vidrio moldeadas. Su pecho y los abdominale­s son airbags inflables, lo que le facilitan la flexibilid­ad, en tanto que sus brazos y piernas son tubos hinchables a alta presión, de manera que se reduce el riesgo de lesiones de los actores y del equipo que lo mueve. Si bien su cuerpo parece tenso y duro desde el patio de butacas, en realidad es suave al tacto, cubierto con una piel de tela gris. Resaltan sus dientes, tallados en espuma escultóric­a, recubierta de resina pintada de blanco. ¿Y sus ojos? Negros azabache. Como muchos primates, Kong no tiene nada blanco alrededor de sus iris, hechos de un acrílico esmerilado y al vacío que brillan como si estuvieran húmedos.

El director del musical, Drew McOnie, voló de Londres a Melbourne para conocer al muñeco antes de tomar la decisión de ponerse al frente del proyecto. Quedó convencido una vez que estuvo cara a cara.Leimpresio­nósuenverg­adura, su escala y versatilid­ad. Pero hubo algo que le hechizó todavía más: sus ojos, tan poderosos que, aseguró, tuvo la sensación de que le golpeaban en los dientes.

Cuando empezaron a desarrolla­r este proyecto en Australia –el inicio se remonta al 2007–, los sonidos de Kong surgían de apretar un botón, un ruido tecnológic­o. Pero se dieron cuenta de que necesitaba­n una voz humana, una persona que interactua­ra con los que están en el escenario. Ese papel recae en el invisible Jon Hoche, uno de los ocupantes de la Voodoo Lounge. Hoche hace un calentamie­nto para cada función, como si fuera otro cantante más, con una serie de arpegios y acaba igual, con regaliz y té para la garganta. Aunque cada sesión le parece un maratón, para Hoche este es el papel de sus sueños. Se declara un ferviente admirador de la película de 1933.

No hace falta decir que el más aplaudido es King Kong. Tal vez las canciones de este musical quedarán enelolvido.KingKong,no. |

Este King Kong es un simio animatróni­co que fascina como ningún otro muñeco visto jamás en Broadway

Por primera vez la protagonis­ta es una mujer sin miedo interpreta­da por una actriz afroameric­ana

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