Un campeador pluricultural
Arturo Pérez-Reverte ha abordado, desde la narrativa, distintos momentos de la historia española para reinterpretarla. Ahora lo hace con un mito del imaginario popular y la poesía épica en castellano
CARLES BARBA
Una de las habilidades de Arturo Pérez-Reverte como escritor –y que le reconocen incluso sus detractores– es la de entrar en materia en un santiamén. Como resulta que muchas de sus ficciones se despliegan en marcos históricos (la España imperial, la guerra de la Independencia, la Guerra Civil...), este don de sumergir enseguida al lector en edades remotas es doblemente meritorio. En su nueva novela se remonta al reculado siglo XI y a un suelo ibérico que se disputaban palmo a palmo reyes cristianos y musulmanes. Había en todo caso unas tierras de frontera que no eran momentáneamente de nadie, y ahí es donde el autor sitúa el relato, conjurando mágicamente unos tiempos en que se vivía en el filo de una espada y se dormía con un ojo abierto. Talmente con el suspense y los claroscuros de un western, de inmediato nos vemos confrontados con una cuarentena de hombres a caballo surcando un paisaje áspero y picando espuelas como si en cualquier instante pudieran sufrir un ataque. Son el Cid y su tropa (entre ellos, parientes de su natal Vivar) en busca de una partida mora que viene saqueando aldeas castellanas. Para entonces Ruy Díaz ya se ha ganado una notoriedad entre los suyos y también entre los moros (que lo llaman sidi, señor), pero sus disidencias con el rey Alfonso VI lo han colocado en una situación de desterrado, y para mantenerse, él y su mesnada no tienen más remedio que ponerse a sueldo de quien los necesiten, en este primer episodio, unos burgueses de la población de Agorbe.
La novela de cualquier modo cogerá vuelo cuando Ruy Díaz de Vivar, falto de reyes cristianos que le empleen, acepte poner su espada al servicio de Mutamán, rey de la taifa de Zaragoza. Este ambicioso monarca quiere escarmentar a su hermano Munir, rey de la taifa de Lérida, a quien por ende apoyan los navarro-aragoneses y el conde de Barcelona. El Cid y su hueste negocian así un precio, y antes de entrar en combate, se familiarizan con aquel microcosmos islámico, al punto que Ruy Díaz llega un día a arrodillarse implorando a Alá la victoria, y en otra ocasión tiene un escarceo con Raxide, la resolutiva hermana de Mutamán.
Le ha salido pues a Pérez-Reverte un Cid muy pluricultural y nada facha, y que, entre la morisca con la que ha de tratar, sabe deslindar a los que traían consigo una refinadísima civilización andalusí de los que (mayormente morabíes del norte de África) vinieron a hacer la “yihad”. Igualmente empático es –si no más– con los miembros de su mesnada, desde su lugarteniente Minaya a su sargento mayoral, el bruto Diego Ordóñez, o su “corneta” Félez Gormaz. Ellos –y no Jimena y sus hijas– son su verdadera familia, y es uno de los aciertos del libro que este Ruy Díaz tan indómito e individualista (y en último término, solo leal a sí mismo) sienta sin embargo tal compañerismo con su tropa, y posea el arte de hacerse obedecer y a la vez hacerse querer. Una de las escenas más punzantes visualiza pre
Sitúa su relato en unas tierras de frontera que no eran de nadie, con los claroscuros de un western
Los miembros de su mesnada, y no Jimena y sus hijas, constituyen la verdadera familia del personaje