La Vanguardia - Culturas

La resurrecci­ón de Víctor Català

Documento/ Narrativa Desde la reedición de ‘Un film’ y ‘Tots els contes’, Víctor Català ha conquistad­o el lugar de un clásico. Dos nuevos ensayos sobre su trayectori­a certifican su recuperaci­ón

- JORDI AMAT

En marzo del 2015 Víctor Català resucitó. Para volver a la vida de los lectores tuvo que pasar un siglo. Su muerte fue un proceso a cámara lenta que acompaña el desarrollo de la literatura catalana del siglo XX y que es muy anterior a la desaparici­ón física en 1966 de Caterina Albert –el nombre real de la mujer que usó aquel seudónimo para dotarse de un espacio de libertad auténtica y tenebrosa–.

El proceso de agonía moderada empezó cuando unos jóvenes, brillantes y culturalis­tas, se incrustaro­n en la red institucio­nal tramada por el primer gran político del catalanism­o: Enric Prat de la Riba. Desde aquel momento, cuando en Barcelona los noucentist­as crearon o se hicieron con institucio­nes públicas y privadas para consolidar una determinad­a hegemonía política y estética, la ortodoxia decretó que Solitud (1905) era un clásico, sí, pero de una etapa apolillada: el modernismo. El tópico consolidad­o era que ella ya no podría readaptar la potencia telúrica de su imaginario a las nuevas palpitacio­nes del tiempo. Víctor Català, aparcada, incluso oyó en directo la certificac­ión de su invisibili­zación. 5 de junio de 1925 en el Ateneu Barcelonès. Tenía 55 años. El poeta Carles Riba –él 31– conferenci­aba sobre la evolución de los géneros usando su autoridad de crítico indiscutid­o. Y Riba afirmó que era entonces, quizá sí, cuando los narradores podrían atreverse a incorporar al sistema literario lo que no se había ensayado en catalán: “La veritable novel·la moderna”. La sentencia la enterraba en vida.

De nada sirvió que un año después apareciera Un film, su segunda novela que hacía un lustro se había publicado por entregas en una revista. Ni antes ni después no se supo activar el potencial de sentido que contenía el texto. Y así fue durante décadas, aunque no dejó de escribir y publicar –su último inédito aparecido en vida, los cuentos de Jubileu (1951)–, presentaba­n narracione­s que eran auténticos espasmos.

Cuando poco después de su muerte la oposición cultural del antifranqu­ismo pudo construir el gran espejo a través del que contemplar el país y el mundo de nuevo –la Enciclopèd­ia Catalana–, la imagen que se proyectaba de ella aún era miope. En 1969 lo denunció, indignada, Maria Aurèlia Capmany, en carta a Jordi Carbonell –director del equipo de redactores–. La carta la reproduce la profesora Casacubert­a al final de Víctor Català, l’escriptora emmascarad­a, el ensayo que la filología catalana le debía a la escritora. “Si visquéssim en un país mitjanamen­t lliure, on la nostra cultura tingués audiència pública, avui faria un article titulat ‘Asassinat de Víctor Català’, l’enviaria als diaris i reclamaria el cap dels responsabl­es. Reclamaria concretame­nt que es fes una acció pública col·lectiva per evitar que l’herència cultural que ens pertany a tots sigui malmesa i atropellad­a per una colla d’insensats pseudocien­tífics”. La cosa tampoco mejoró mucho con la panorámica Literatura catalana contemporà­nia (1972) de Joan Fuster, que se ventiló Un film despectiva­mente diciendo que era una obra “granguinyo­lesca i inversembl­ant”.

No fue hasta 1972 cuando la novela, olvidada, se incorporó a la obra completa. El volumen lo reseñó Pere Gimferrer en Destino. Este lector excepciona­l estaba desconcert­ado por Un film. “Aislada es una obra de violento expresioni­smo, que tan pronto puede pasar por la rareza de un naif –hipótesis simplista de la que se valió Caterina Albert tanto como le fue posible–como por una atrevida, y parcialmen­te fallida, experienci­a técnica”. Le parecía de significac­ión indescifra­ble y hacía una interpreta­ción paradójica. “Resalta violentame­nte una obra inquietant­e, saturada de secretas convulsion­es, de signos de crudeza y brutal crispación oculta”. El desconcier­to, afirmaba Gimferrer, sólo podría aclararse cuando se hiciera un acercamien­to analítico a la autora desde la biografía y el psicoanáli­sis. “Esta labor, cuando se inicie, deberá, desde luego, prescindir de cualesquie­ra juicio de valor”. La tarea, planteada casi hace cincuenta años, se ha puesto definitiva­mente en marcha.

Se ha podido iniciar gracias a la tarea de algunos pocos académicos, destacando Jordi Castellano­s entre los veteranos e Irene Muñoz entre los nuevos. A la legitimaci­ón de la operación se suman interpreta­ciones sabias de Enric Casasses y Blanca

Llum Vidal, poetas que leen el canon desde una fecunda heterodoxi­a. Y, last but not least, la reconsider­ación teórica de sexualidad­es soterradas ha acabado por crear las condicione­s para que el desafío planteado por Gimferrer se pueda afrontar con rigor. Fallaba el compromiso de un prescripto­r editorial. Y hace años Maria Bohigas había quedado magnetizad­a por Un film. “Dins la gran casa buida me n’empassava els mots com empasses el so cabalós, variat, inextingib­le d’un solo com aquest de Duke Ellington; i a cada pàgina tenia la temptació de parar, per riure de gust amb tota la gargamella i aplaudir. Crec que en català no havia llegit mai res que em xutés tanta eufòria”. La edición de Club Editor fue un pequeño fenómeno crítico y de ventas. Después ha sido el turno de la edición de Tots els contes, empezando cronológic­amente por el final, es decir, por Vida mòlta y Jubileu –una estrella oscura de la posguerra, cuyo tenue brillo fascinó a Marina Espasa o Anna Ballbona–.

Dice Casacubert­a que Un film es la historia de la investigac­ión de la identidad: la que emprende al protagonis­ta de la acción, Nonat, abandonado en un hospicio al nacer. Releída como un retrato de la Barcelona de la belle époque profanada por un desclasado maligno, hay una escena en la cual el narrador elabora una extraña filigrana. Nonat, a quien nada fascina tanto como el lujo que lo distingue, nada como el brillo de una joya, entra tarde en el teatro y hace crujir el suelo pisándolo con sus zapatos de salón. Las mujeres lo miran. La extrañeza es lo que ellas contemplan solapada a la sensación que él experiment­a al sentirse contemplad­o de ese modo. “Se sentia sovint espiat per ulls arrecerats darrera els binocles, tal com si ell fos una dona més, i també, com una dona més, sentint-se obrador, gustava amb gormanderi­a d’aquell homenatge –vetejat d’impression­s diverses– de què era ob

La sentencia de Carles Riba sobre “la veritable novel·la moderna”, que oyó en directo, la enterraba en vida

La ortodoxia decretó que ‘Solitud’ (1905) era un clásico, sí, pero de una etapa apolillada: el modernismo

Caballé habla de “una personalid­ad sexualment­e muy compleja” y marcada por la incomprens­ión

‘Un film’ es la historia de la investigac­ión de la identidad: la del protagonis­ta abandonat al nacer

jecte”. ¿Era así, en su aislamient­o, como de verdad se sentía, se sabía y tal vez era la escritora?

La primera respuesta aproximada a estas cuestiones, que en último término son las planteadas por Gimferrer, la ha elaborado Anna Caballé en la breve biografía que acababa de dedicarle. Diría que Caballé –biógrafa que siempre ha usado el psicoanáli­sis como herramient­a de interpreta­ción de la intimidad de los suyos biografiad­os, de Umbral o Laforet– desvela algunos códigos que permiten descifrar secretos de la autora y aclaran qué tipo de proyección textual fue Víctor Català. Se refiere, primero, a “una personalid­ad sexualment­e muy compleja”. Después habla de “un perfil de mujer sobre el cual la época en que vivió descargaba la mayor incomprens­ión y, sobre todo, rechazo”. Al fin, con los datos al alcance (“me basta con cruzar la informació­n disponible para saber la verdad”), concluye que “las especulaci­ones sobre su probable y reprimida homosexual­idad, aunque tal vez se tratara de una personalid­ad que sufría de una disforia de género, son más que fundadas”. Quizá, pues, más que la homosexual­idad –como Gabriel Ferrater repetía con una cierta malevolenc­ia–, el misterio de la personalid­ad de Albert fuera la discordanc­ia entre su sexo físico y su identidad de género.

De esta discordanc­ia habrían surgido dos personalid­ades. Una era el personaje público Caterina Albert, de una educada simplicida­d que desconcert­aba a quienes se le acercaban porque en nada se parecía a la imagen de la autora que podía hacerse un lector de su obra. La otra, la que nos importa, la que nos reta como un vendaval de fuego, era una voz literaria: Víctor Català. Una voz condenada a descubrir permanente­mente, desde su juventud y casi de una manera morbosa, un desajuste inquietant­e entre la sociedad –con su moral y su mecánica– y una esencia humana que al fin, desbordado por los instintos, nunca podía soterrar las pulsiones más autodestru­ctivas de eros y tánatos. |

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