Sin heroicidades, por favor
Narrativa El escritor estadounidense Richard Ford condensa, en este libro de cuentos, la humanidad de distintos personajes desconcertados
Antiguos amores sin manual de instrucciones durante un reencuentro inesperado, amistades que atraviesan un momento crítico, adúlteros instalados en una rutina confortable, jóvenes y viejos que se rebelan contra el hecho de quedar definidos por la pérdida de seres queridos, planes de seducción que la noche desbarata… Una decena de cuentos de Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944), que es decir una decena de intentos por encontrar las palabras con las que acercarse, con el menor número de filtros posibles, a lo que experimentamos, sentimos e interpretamos por el complejo hecho de estar vivos (empresa tan condenada al fracaso como la de dar , en un supermercado, con una postal que capte la mezcla de pesar y buenos deseos ante la despedida de una amiga, lo que ocurre en el capítulo Rumbo a Kenosha).
Aquí los personajes experimentan una intuición volátil e huidiza sobre la vida; o, sin que medien grandes acontecimientos ni encuentros iluminadores, se abre una rendija de sentido o de algo menos trascendente –¿claridad?, ¿posibilismo?–; o aletea una confirmación o una refutación –modesta, ingrávida, siempre con visos de no ser definitiva– de algo sobre sí mismos, su historia, los otros… que permanecía a resguardo en algún rincón de sus mentes o corazones. Nunca hay epifanías euforizantes, revelaciones transformadoras sino atisbos, argumentos tímidos que cobran cierta consistencia a la hora de dirimir lo que algo significa/ó o no significa/ó. Como demostrara sobre todo con la trilogía consagrada al personaje de Frank Bascombe, ese monumento al hombre corriente, Ford busca una y otra vez despojar a la vida de épica, fanfarria, alharacas –Sin heroicidades, por favor fue, por cierto, el título que bautizaba los escritos inéditos de su principal mentor, Raymond Carver–, mostrar su esqueleto, su cara sin afeitar, lo que forzosamente desemboca en una aceptación de su carácter transitorio, banal y, sobre todo, inaprensible. Como se nos dice en un momento del relato final, Perder los papeles: “El aire olía a cedro y océano, y se entrelazaba un leve aroma a mofeta. Esa era la vida de las cosas. Si formabas parte de ella era de lo que acababas hablando, lo que recordabas. No era gran cosa”.
En consonancia con su preocupación por plasmar el desnortamiento y los puntos ciegos que a todos nos unen, el escritor apuesta por una estrategia narrativa que acostumbra a ventilarse rápido lo genérico, incurriendo en saltos bruscos de la narración, pasando por encima de transiciones, contextos o detalles que considera superfluos –“no importa lo específica que parezca la vida en tu día a día. Todo podría haberse sido de otra manera”, nos confiesa el narrador de Desplazado– para detenerse en momentos que, por una razón u otra (la irrupción del recuerdo o de la incertidumbre, de la esperanza o del desencanto, o bien frente a la incapacidad de entender lo que está
Su preocupación: plasmar el desnortamiento y los puntos ciegos que a todos nos unen
ocurriendo...) conducen a sus criaturas a preguntarse cómo han llegado hasta aquí, en qué situación se encuentran, qué les aguarda en el horizonte. No existen las palabras precisas, como no existen las tarjetas autosuficientes, pero Ford las rozacomopocos. |
ANAGRAMA. TRADUCCIÓN: DAMIÀ ALOU. 272 PÁGINAS. 19,90 EUROS