Identidad digital
Ensayo Andrew O’Haran escribe sobre el declive de Julian Assange, hace un reportaje sobre el inventor del bitcoin y relata sus experimentos en internet
Julian Assange –fundador de Wikileaks: la plataforma creada para filtrar documentación confidencial– vivió recluido en la embajada de Ecuador en el Reino Unido desde el 2012 hasta el 11 de abril. Aquel día la policía lo detuvo y las cámaras de televisión hicieron guardia esperando ver a un hombre cuyo rostro resultó ser sumamente inquietante: el ciberactivista, de 47 años, salió a la calle rodeado, mostrando una larga barba descuidada y una mirada desquiciada. Desde entonces las preocupaciones por su estado de salud se han reiterado y se teme por su vida. Su caso ha acabado por trazar una parábola sobre la era de internet que empezó con esperanza por la democratización global hasta un cierre regresivo que teme que la red sea también un espacio de amenaza incontrolable.
¿Qué debió pensar Andrew O’Hagan (Glasgow, 1968) al ver a ese hombre? Pocos reflexionaron sobre su personalidad, con tan demoledora perspicacia, como él. Y lo más triste de ese día, en el rostro y el grito de su personaje destruido, es que el escritor vio confirmado lo que había escrito. “Estaba cada vez más metido en la jungla construida por él mismo”. A principios del 2011 le habían propuesto que fuera el escriba de la autobiografía de un Assange que ya vivía semidetenido y en fase avanzada de asedio. Por entonces el hacker había difundido sus filtraciones más impactantes, era un objetivo norteamericano y aún conservaba un notable prestigio en el campo del progresismo global. Aceptó el encargo. Durante meses estuvo trabajando con un individuo atrapado entre la megalomanía y la paranoia. Mientras montaba el libro –al fin publicado sin autorización de Assange–, analizaba para sí el carácter y la conducta del personaje. Después con ese conocimiento humano, contando el making of de la autobiografía, construyó un retrato memorable que sospecho que ayudó a enterrar en vida la consideración mayoritaria sobre Assange. Era la curva descendente de la parábola.
En el 2014 se pudo leer por vez primera en la London Review of Books y ahora es el texto inicial recopilado en el fascinante La vida secreta. Los otros dos ensayos breves del volumen, usando siempre la primera persona y pensados con mentalidad de gran periodismo, son un reportaje trepidante sobre Craigh Wright –un empresario e informático que fue el secreto inventor del bitcoin usando el pseudónimo de Satoshi Nakatomo– y el otro describe un experimento que el mismo escritor llevó a cabo y que le llevó hasta el sótano más oscuro de internet: en un cementerio identificó la lápida de un joven fallecido en 1984, se quedó con su nombre y, mientras buscaba datos de su vida real, decidió usar su identidad para saber hasta donde era posible llevar un intento de resurrección sólo en la red. “Me pareció un medio completamente actual para conocer una vida”. Ese es el propósito del libro. Ver si se ha fundido ya la dialéctica entre la realidad y la identidad por una parte y, por otra, la vida digital.
A través de tres casos digamos extravagantes, situándose siempre en posiciones éticas más bien ambiguas, O’Hagan parece querer adentrarse en un terreno que aún está por delimitar: el terreno sobre cómo será la subjetividad en una sociedad donde lo digital será la realidad esencial y el espacio de lucha donde el sistema –político y económico– pugna con quienes pretenden cuestionarlo desde dentro de la red misma. Hoy parecemos estar en una tierra media. Como dijo el jefe de policía de la City de Londres, “hay que empezar a pensar de otro modo si queremos proteger a la sociedad”. |
El autor estuvo trabajando con un individuo atrapado entre la megalomanía y la paranoia
ANAGRAMA. 262 PÁGINAS. 18,90 EUROS