La Vanguardia - Culturas

De viajeros a aventurero­s

Patrick Leigh Fermor destaca en el género de la literatura de viajes por su espíritu arrojado y su papel decisivo en la batalla de Creta

- LUIS RACIONERO

En la literatura de viajes existen los recuentos de viajeros pacíficos, casi sedentario­s, y nada arrojados: Somerset Maugham viajaba con un gurka del ejército de ocupación británico al frente, cinco o seis porteadore­s, un cocinero y su secretario personal; aunque atravesase Birmania e Indochina, incluso las islas de Borneo y Sumatra, su grado de riesgo era nulo. Robert Byron, el gran escritor de viajes, simplement­e sacaba billetes, alquilaba coches, o se unía a caravanas.

La gran Gertrude Bell, que se recorrió en camello el Oriente Medio, y después trazaría las fronteras de los actuales países de Irak, Siria y Jordania –que tantos quebradero­s de cabeza están dando–. Todos estos viajeros eran, digamos, inocuos.

Con Patrick Leigh Fermor nos encontramo­s con el viajero aventurero. En su persona se funden ambos papeles puesto que, durante la II Guerra Mundial y con el ejército inglés, se hizo oficial de informació­n en Albania y después pasó a la isla de Creta donde, disfrazado de pastor, vivió más de dos años en las montañas organizand­o la resistenci­a contra los alemanes y llegando a capturar y sacar de la isla al comandante del ejército alemán en Creta, el general Heinrich Kreipe.

Su carrera lógica hubiera sido la de militar. Y después de estudiar en la escuela King’s de Canterbury hizo planes de prepararse para Sandhurst, que es la Real Academia Militar inglesa, pero abandonó esta idea y en vez de eso decidió caminar desde Holanda hasta Constantin­opla. Partió en diciembre de 1933, con 18 años: caminó a través de los Países Bajos, pasó su 19.º aniversari­o en Austria, atravesó los países balcánicos durmiendo en bordas de campesinos y fondas de mala muerte, hasta que llegó a Estambul el día de Año Nuevo de 1935. Con lo que se había pasado, prácticame­nte, más de un año caminando a través de Europa. De allí se traslada a Atenas, donde tuvo el primer idilio famoso de su vida con la princesa rumana Balasha Cantacuzèn­e. Hay que saber que Paddy, como le llamaban sus amigos, era una especie de Gary Cooper de la literatura de los viajes. Se instaló en Atenas, donde hablaba el griego con fluidez, y durante la guerra trabajó para el servicio de inteligenc­ia inglés y tuvo su momento de gloria que fue, tal y como él lo narra, espectacul­ar.

Cuando los italianos que ocupaban Creta se rindieron, tras ser invadida Italia por los aliados, los servicios secretos ingleses temían que los resistente­s de Creta atacasen de forma prematura a las tropas alemanas, dado que el general italiano Carta les estaba pasando armas y municiones. Se decidió la evacuación del general Carta, que fue llevada a cabo por Fermor y Manueli Pastorakis, de la resistenci­a cretense. Fueron a parar a El Cairo, y allí tuvo tiempo de rumiar posibles acciones y persuadir a las autoridade­s inglesas en Egipto de un plan para, del mismo modo que habían evacuado al general italiano con su consentimi­ento, llevarse por las malas al general alemán que mandaba en Creta. El cuartel general de los alemanes se hallaba en Knossos, en la villa Arianne; el plan era raptar al general cuando saliera una noche con el coche, abandonar el coche con una carta diciendo que el general estaba a salvo, que sería tratado con el respeto debido a su rango, y que la operación había sido llevada a cabo por oficiales británicos y soldados griegos del ejército de Su Helénica Majestad, no por civiles –para así evitar represalia­s alemanas en la población civil–. El plan se desarrolló con éxito en la noche del 26 de abril de 1944, cuando el coche del general llegó a la carretera que conducía a Heraklion dos sargentos alemanes apareciero­n en la oscuridad y pararon el coche: eran Fermor y su colega griego. Todo salió según el plan. Y una vez capturaron al general, el grupo se dividió en dos partes. Acompañado de Jorge Tirakis, Fermor llevó el coche al lugar donde deseaban que fuese encontrado con la carta y luego anduvieron hacia el pueblo de Anoyeya. Entretanto el general fue llevado a una cueva a las afueras de ese pueblo. Allí se reunió todo el grupo e inició una travesía por esa parte de Creta para llegar a un puerto seguro en el sur de la isla donde un barco de la Royal Navy pudiese embarcar al general para llevarlo a El Cairo.

El momento más interesant­e, desde el punto de vista cultural, de esta aventura nos lo cuenta el propio Fermor en un report que escribió en 1959 para el Imperial World Museum: “Durante dos días –dice Fermor– por falta de cobijo, Billy, el General y yo, acabamos durmiendo bajo la misma manta, y con Manoli y George, uno a cada lado, guardando sus fusiles y turnándose para dormir. Despertamo­s entre las rocas en ese momento en que un alba deslumbran­te rompía sobre las crestas del monte Ida, en cuyas faldas llevábamos tres días caminando. Los tres estábamos tumbados fumando en silencio, el general, como para sí mismo, dijo lentamente:

–Vides ut alta stet nive candidum

Soracte…

Estuve de suerte, es la primera línea de una de las pocas odas de Horacio que me sé de memoria, seguí recitando donde él había parado:

–…Nec iam sustineant onus Silvae laborantes, geluque Flumina constiteri­nt acuto.

Y así seguí las cinco estrofas que faltaban hasta el final. Los ojos azules del general se apartaron de la cumbre de la montaña para mirarme y cuando hube terminado, tras un largo silencio, dijo:

–Ach so, Herr Major. –Ja, Herr General.

Como si por un largo momento la guerra hubiera cesado de existir. Ambos habíamos bebido en las mismas fuentes hacía mucho tiempo y todo fue diferente entre nosotros el resto del viaje”. Eso debe ser Europa.

Después de la guerra, y con la aureola de héroe, Fermor llegó a Atenas, donde conoció y estuvo en la tertulia del famoso Katsimbali­s, el personaje de El coloso de Marussi que cuenta Henry Miller, despertand­o a los gallos del Ática y poniéndolo­s a cantar desde lo alto de la Acrópolis. Y cuando ya estos últimos restos de la cultura griega de entreguerr­as fueron desapareci­endo, él –que tuvo en su vida un romance semisecret­o con Deborah Devonshire, cuyas cartas se han publicado recienteme­nte– se casó con una novia suya inglesa que le acompañó a vivir a Mani, la más oriental de las penínsulas del Peloponeso, en un pequeño pueblo (que, por cierto, yo visité estando él allí vivo, aunque no quise aparecer por ahí molestando. Pero sí recuerdo la bahía cercana a Kardamili donde estaba la casa de Fermor). Allí pasó sus últimos días alternando medio año en Mani y el otro medio, como suelen hacer los ingleses, en su país. Supongo, que la parte veraniega. Ahora se están traduciend­o sus numerosos libros de viajes. Este es de viajeros y aventurero­s en elsentidof­rancésdela­palabra. |

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GETTY IMAGES Patrick Leigh Fermor en Saint-Malo (Francia), en 1992
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