Un niño de 44.000 años
Es posible que la contribución más importante de El Principito al acervo de Occidente no deba restringirse al haber de la historia de la literatura, sino que tenga que extenderse al vasto granero de la historia del pensamiento. Lo que el aviador un día de verano desaparecido para siempre en su Lockheed P-38 advirtió con claridad meridiana, admirable, pocas veces reiterada y nunca vuelta a presentir, es que la vida es un continuo, ascendente y demoledor proceso de desmitificación, lo cual quizá resulte loable si se aplica al terreno de la credulidad utópica y religiosa, pero sin duda resulta dramático si se extiende al campo puro de la imaginación. En realidad, lo que Saint-Exupéry enunció sin vacilaciones fue la única y funesta ley de la termodinámica de la imaginación; esto es, que a partir de cierto momento en nuestras vidas, los procesos de la fantasía no son reversibles: el dibujo
Ilustración de ‘El Principito’ de un sombrero jamás volverá a ser el dibujo de una boa que lleva un elefante en su interior. Esa victoria pírrica es lo que algunos pedagogos y casi todos los humanistas denominan crecer. El niño que un día fuimos representó hace 44.000 años, en Sulawesi, Indonesia, a un grupo de cazadores con cuerpos humanos pero cuyas cabezas y otras partes de su anatomía estaban concebidas como