La Vanguardia - Culturas

Barcelona, capital del primer cine

Una iniciativa de la Filmoteca ha permitido recuperar una muestra muy representa­tiva del cine rodado en y sobre España entre los años 1896 y 1910

- VICENTE J. BENET

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Percibimos que esos rostros que nos saludan y nos sonríen, esos cuerpos que se apelotonan ante la cámara consciente­s de que están siendo capturados para la posteridad, tienen un rasgo fantasmagó­rico. Correspond­en a personas que hace ya muchos años que no están vivas. Y sin embargo, como han comentado tantos estudiosos de la fotografía o del cine, algo las mantiene extrañamen­te cercanas. En cierto modo, nos vinculamos a su presencia fantasmáti­ca, apreciamos una cierta reversibil­idad de la que participam­os desde nuestra posición de espectador­es y pone en suspenso la distancia temporal. Desde esa inesperada proximidad, sus gestos ilusionado­s nos hacen reaccionar, a veces con la risa defensiva, a veces con una imprecisa nostalgia. Como observó Siegfried

Kracauer, al contemplar esas imágenes antiguas creemos divisar un instante del pasado, una representa­ción fugaz del tiempo que transcurre sin retorno. Pero no es así: hay algo que las transporta irremisibl­emente a nuestro presente. Se revela casi siempre a través de detalles: el tipo de peinado, un delantal, un bastón, un gesto. En ese contacto, en ese momento del encuentro con el poder epifánico de los detalles, se está configuran­do una duración que difumina la frontera entre pasado y presente. Concluye Kracauer: “Si la fotografía no les prestase duración, ellos no se mantendría­n tampoco, en absoluto, más allá del tiempo puro, sino que más bien, sería el tiempo el que se crearía imágenes a partir de ellos”.

Así circulan las imágenes del cine de los primeros tiempos en el flujo discontinu­o de la memoria. La

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sensación fantasmagó­rica se proyecta desde las personas hasta los lugares por los que deambulan. Los cuerpos en circulació­n dan dinamismo al espacio urbano, ya sea con el tranquilo paseo, la marcha apresurada hacia las obligacion­es o el apretado recorrido en los medios de transporte. Y así emerge Barcelona en las imágenes de ese primer cine. Sus calles y avenidas, el puerto, los parques, los restos diseminado­s de la gran Exposición Universal de 1888, la plaza de toros, los desfiles militares o de asociacion­es civiles, las procesione­s religiosas, las inauguraci­ones, los monumentos… nos hablan de una ciudad que cobra cuerpo en esas imágenes antiguas.

Observen si no la maravillos­a Barcelona en tranvía (está en YouTube), película de los hermanos Ricardo y Ramón de Baños, de 1909. Los viandantes que deambulan, que saludan a la cámara, que se cruzan peligrosam­ente con el trayecto del tranvía con sus frágiles bicicletas, son el hálito dinamizado­r que pone en marcha una presencia superior: una ciudad en permanente construcci­ón, repleta de colmados, de locales de artesanos, de tenderos que todavía están aquí y ahora, agitando sus manos. Además, algunos de los figurantes que nos saludan tuvieron la posibilida­d de verlas en las condicione­s reales para las que fueron pensadas: en el Metropolit­an Cinemaway, una sala de cine en forma de vagón de tren situada en la calle Les Corts. Es de este modo como la Barcelona fantasmáti­ca comienza a latir desde el fondo de las imágenes.

Barcelona fue la capital del primer cine en España. Los agentes de

Lumière y otras compañías de finales del XIX recorriero­n la Península con el recién inventado aparato para darlo a conocer y tomar al mismo tiempo imágenes en movimiento de un país que les resultaba exótico y fascinante. Pero fue Barcelona la ciudad que poseía las condicione­s necesarias para convertirs­e en el principal centro de producción, consumo y tráfico de

En Barcelona se daban las condicione­s para ser el principal centro de producción, consumo y tráfico de imágenes

Fructuós Gelabert, Segundo de Chomón o Albert Marro pusieron el entusiasmo y talento para hacer películas

estas imágenes al menos hasta el final de la Gran Guerra. Como vector de la industria y del comercio, recibía y distribuía las películas a escala internacio­nal. Existía también una abundante clase trabajador­a (cómo no mencionar a las obreras que coloreaban a mano en Barcelona las películas de las grandes compañías

Algunos conservado­res, incluidos próceres de la Renaixença, vieron en el cine un espectácul­o nocivo y peligroso

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del archivo y la recuperaci­ón, historiado­res locales o programado­res se reunieron en Barcelona para ver juntos más de 170 películas, algunas simples fragmentos, que suponían una muestra muy representa­tiva del cine rodado en y sobre España entre 1896 y 1910.

El ingente esfuerzo de coordinaci­ón de la Filmoteca catalana con la Filmoteca Española, la de Zaragoza o la valenciana, así como otros archivos extranjero­s, permitió proyectar esas imágenes en una gran pantalla por primera vez desde hace más de un siglo y dar a los especialis­tas una visión de conjunto. Durante las silenciosa­s sesiones, cualquier participan­te podía ofrecer espontánea­mente claves o ideas para interpreta­rlas. Los interrogan­tes y posibles interpreta­ciones apareciero­n en cascada: ¿Cómo ubicar la cámara ante un acontecimi­ento? ¿Qué era lo que realmente se quería mostrar de un acto público? Ese individuo de allí ¿es un simple transeúnte o está organizand­o a la multitud para que circule de manera ordenada ante el objetivo? ¿Qué protocolo de representa­ción se sigue en las visitas de Alfonso XIII? ¿Cómo tomar la mejor postal pintoresca de un enclave turístico? Por supuesto, ante ciertos detalles no faltaron la risa defensiva y la imprecisa nostalgia.

Durante esos dos días, Barcelona volvió a ser la capital del cine de los orígenes. De la experienci­a se pudo deducir que relacionar­nos con esas imágenes nos ayuda tanto a entender el pasado como el presente. Al fin y al cabo, nuestros fantasmas están siempre listos para revelarse, y esas imágenes son casi infalibles en su capacidad de invocarlos. |

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