La voz de las favelas
Narrativa Geovani Martins rompe los clichés narrando un mundo que conoce de primera mano, con rabia, dignidad y aplomo
Hay quien considera que la realidad se reduce a las cuatro paredes de su hogar y de su barrio, que la normalidad es esa. Pero existen muchas realidades, a menudo a la vuelta de la esquina, que son observadas o ignoradas, dependiendo de quien las transite. Pero cuando miras más allá de esos muros, exteriores e interiores, tomas conciencia de las desigualdades y lo que considerabas normal puede ser comparado y comprendes lo que eso significa. Son esas realidades las que retrata Geovani Martins (Río de Janeiro, 1991) en su primer libro: el universo de las favelas, esa palabra que muchos hemos oído, que se ha mostrado a veces en alguna película, pero que aquí se presenta tal cual, como es, sin artificio ni drama, a través de los ojos de niños y adolescentes que viven entre sus calles.
Uno de los aciertos de El sol en la cabeza es que los personajes que pueblan los trece cuentos tienen una voz auténtica, probablemente porque el autor ha visto y ha tocado los mundos que narra. Estamos ante un lenguaje vivo, que se transforma levemente en cada relato, dependiendo de quién habla, desde dónde habla, tanto por el lugar como por la edad, porque todos los matices hacen que las miradas y las vivencias varíen.
Este joven brasileño, hijo de una familia humilde que conoce a la perfección la realidad de las favelas, descubrió que podía escribir, que podía otorgar voz a esos lugares y a esas personas a las que a menudo no escuchamos, y hacerlo de una manera que fascina y choca porque, entre sus páginas, a pesar del dolor o la rabia, encontramos dignidad y aplomo, la conciencia, de la propia situación y la de los demás. Entre la pobreza y la delincuencia, los cuentos de Martins rezuman una humanidad sólida y real.
Martins describe lo cotidiano, y en esa cotidianidad encontramos el placer de ir a la playa a fumar con los amigos u observar las mariposas desde la ventana de casa, pero también el acoso policial, los enfrentamientos entre narcos y policías, la desconfianza entre clases, entre grupos. Dentro de ese cuadro que podría ser desesperado, desarraigado, los personajes buscan pertenecer a la familia, al grupo, a un hogar que vaya más allá de su cuerpo y que los sostenga, pero al que también ellos puedan sostener. Crudo, sin buscar asemejarse a otras historias que relatan el viaje de la droga o la delincuencia, sin compararlo con nada, el retrato de las favelas se construye a pedazos, en pequeñas historias que hablan de la paternidad, de las ganas de vivir y de adolescencias difíciles que buscan un lugar, una forma de respetar y ser respetado.
Trece cuentos que se mueven entre el sol y la noche, al aire libre o en la agobiante oscuridad de los callejones, y que entremezclan el dolor que nosotros podemos leer entre líneas con la inocencia y las ansias de un niño que sabe lo que ve, pero sigue adelante,porquehavenidoavivir. |
ALFAGUARA/MÉS LLIBRES. TRADUCCIÓN AL CASTELLANO: VÍCTOR V. ÚBEDA/AL CATALÁN: JOSEP DOMÈNECH PONSATÍ. 120/128 PÁGINAS. 16,90 EUROS
nego ya no es solo lo que quieran las clases dominantes”. Desde esta perspectiva abierta Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982) plantea la cuestión. La aborda después de haber vivido una larga temporada en Catalunya –llegó a Barcelona en 2009 para hacer un máster sobre literatura en la Pompeu Fabra–. No se marchó de casa para huir de la pobreza.
Lo que más ha determinado su identidad civil no es la inmigración sino saberse parte de una generación que, con el mundo surgido de la crisis económica, asume que su horizonte vital será la incertidumbre. Y es desde la conciencia de la precariedad que reconstruye el vínculo con el pasado charnego: “Un legado histórico en forma de ladrillo y asfalto, junto con un manual de supervivencia”. Lo hace pensando tópicos (magníficas páginas sobre el mito perverso del “charnego agradecido”) o poniéndose el mono de reportero, visitando espacios donde perviven rastros de aquella epopeya y hablando con los viejos del local que hacen pervivir la época con un cierto aire decadente: va a bares de barrios populares, conversa con taxistas o retrata a Justo Molinero. Y también relee el filtraje cultural de esa identidad: de los rumberos o escritores que analiza es de Pérez Andújar de quien exprime más zumo.
La protagonista de un capítulo memorable de Yo, charnego es Leo, que regenta un bar en un barrio marítimo decorado con viejas imágenes aceitosas de rumba y flamenco. López Menchaco lleva a su pareja esperando que aquella señora mayor, por el habla y el salero, reencarne el viejo tópico y de paso puedan comer unas buenas tapas a un precio modesto. Pero la gracia de este reportaje es, precisamente, como aquella construcción mental se disuelve en la realidad para mostrar las flaquezas del presente: la comida es insípida, ese día Leo no tiene ganas de hacer el numerito, pero no se priva de cobrarles como si fueran unos turistas vulgares. De la decepción el autor extrae una lección: aquel mundo de cromo, que ha dado forma a la sensibilidad española, ya sólo es pasado porque ahora el cruce de identidades ya es otro. Lo que se preserva es la humanidad de los que se marchan en busca de la prosperidad. Este es, al fin y al cabo, el yo en el que se ha descubierto buscando a los charnegos:“Soloreivindicomíderechoatenerunlugarenelmundo”. |
De los rumberos o escritores que analiza el autor, es de Pérez Andújar de quien exprime más zumo