May el-Toukhy: un discurso singular
Galardonada en numerosos festivales (Sundance, Filadelfia, Hong Kong, Göteborg…), Reina de corazones ha dado a conocer internacionalmente a una directora que, lejos de ser una recién llegada, llevaba ya unos cuantos años pugnando por abandonar el anonimato. Nacida en Charlottenlund (Dinamarca) el 17 de agosto de 1977, May el-Toukhy, cineasta danesa de raíces egipcias, realizó su primer cortometraje en el 2001, debutando dos años después en el largometraje con White Man’s Burden, filme danés rodado en inglés que obtendría
un despertar sexual y su evocación nostálgica, el aura romántica y el tono melancólico, todo ello al son de la memorable partitura de Michel Legrand, de aquellas que ya no se componen…
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero lo cierto es que la inmensa mayoría de este tipo de películas trazaba el dibujo de una fantasía masculina recurrente, y el cine se encargaba de cristalizar esa proyección onírica que la cruda y tierna verdad solía evaporar. Ahora, la irrupción de un filme como Reina de corazones viene a contrarrestar esa idealización, instalándose en las antípodas, resaltando los prosaicos peligros de los juegos prohibidos. Algo tiene que ver en ello, sin duda, el punto de vista femenino de su directora, May elToukhy, así como el hacer recaer el peso de la narración sobre un personaje de mujer, desde su óptica, a la inversa de lo usual en muchas de estas historias de amores desiguales. Sin embargo, tampoco este personaje femenino está ni mucho menos idealizado, pues la realizadora procura reflejarlo con objetividad, con comprensión pero a la vez desde una cierta distancia, exponiendo sus defectos y subrayando sus errores, alejando así a su propuesta de cualquier tentación de caer en el feminismo simplista y demagógico.
La película se centra en el retrato de Anne (excelente Trine Dyrholm), una abogada de éxito especializada en defender a jóvenes víctimas de abusos o malos tratos. Habita una lujosa y moderna casa en las afueras de la ciudad, enclavada casi en medio de un bosque, y la comparte con su amable y educado marido, médico de profesión, y sus dos encantadoras hijas. La paz doméstica se ve un tanto alterada cuando entra a vivir en la casa el hijo que el marido de Anne tuvo con su anterior pareja, un chico de diecisiete años llamado Gustav (convincente Gustav Lindh), un muchacho problemático recién expulsado de su colegio y del que ahora su madre biológica no puede responsabilizarse, al menos durante un tiempo. Contra todo pronóstico, Anne acabará entablando una relación erótica con su hijastro, que a la larga resultará devastadora para toda la familia.
El gran reto del filme reside en hacer creíble la pasión que despierta en Anne la figura del recién llegado. Ante tal tesitura, dedica su primer tramo a describir sus rutinas cotidianas –lo restringido de su círculo familiar, la ausencia de verdaderos amigos, lo repetitivo de su dedicación profesional a atender dramas ajenos–, todo ello apuntado con eficacia y sentido del detalle, por más que algún episodio –la escena en la terraza con unos amigos de su marido, en la que ofrece una actitud desabrida– caiga en el consabido cliché de la esposa acomodada pero aburrida.
Más interesantes me parecen ciertos apuntes visuales que sugieren un estado de ánimo, como ese repetido contraste entre la fría asepsia de los interiores –el despacho laboral, los juzgados, el propio hogar– y esos exteriores de verdes prados y bosques frondosos que parecen una llamada a la naturaleza, a la liberación de los instintos. En similar orientación actúa la secuencia en la que Gustav irrumpe
El gran reto de la película reside en hacer creíble la pasión que despierta en la protagonista la figura del joven recién llegado
una noche en la casa en compañía de una joven. Anne oye sus risas y jadeos en la habitación del chico, y aunque sigue trabajando con sus documentos, la cámara la encuadra de manera trémula, traduciendo visualmente su zozobra interior. Poco después, la vemos mirándose desnuda frente a un espejo, como si quisiera cerciorarse de que, pese a su madurez, aún sigue siendo deseable.
Anne no tardará en obtener respuesta a su pregunta la noche en la que acude a la habitación de Gustav y en la que, en la práctica, somete al muchacho a una suerte de violación, por más que este se deje hacer y acabe obsesionándose sexualmente con ella. Es la mujer la que toma la iniciativa, la que se inmiscuye en su intimidad, en contra de la convención imperante en esta clase de historias. Y que nadie se llame a engaño: la mutua dependencia que se genera a partir de ahí no es una cuestión de amor, sino únicamente de sexo. La idealización de la que hablábamos al comienzo no tiene aquí cabida alguna.
A medida que Anne, remodelada Fedra contemporánea, se plantea poner fin a la relación, temerosa de las sospechas de su marido y de la amenaza potencial que empieza a representar su joven amante de cara a su estabilidad futura, se apercibe de que los secretos inconfesables siempre generan una dinámica diabólica, muy difícil de detener si se opta por seguir aferrándose a ellos. A estas alturas, May el-Toukhy conduce con sagacidad a su película hacia un terreno muy fértil, hacia un reflejo nada enfático de una lucha de clases que hasta ahora se había mantenido soterrada: desprovisto de hipocresía a todos los niveles, el filme es la lúcida constatación de que, después de todo, siempre resultará más creíble la mentira de una mujer como Anne, de buena posición y consolidado prestigio, que la verdad revelada por un chico desclasado, excluido, de pasado conflictivo, presente difícil y futuro incierto. |