La receta de éxito: el pacto público-privado
ha sufrido situaciones difíciles. Una de las más dolorosas fue la crisis económica del 2008 que todavía colea en muchos estratos sociales. Las secuelas se mantienen porque la respuesta no fue ejemplar debido a que los poderes políticos se enfrascaron en una pelea política que se impuso al interés general. De esa disputa salimos debilitados, cargados de recelos y de apriorismos que han dividido y creadomalestarenlasociedad.Todavía nos estábamos recuperando de este batacazo político y económico, cuando ahora nos asola un problema aún mayor: las consecuencias de la pandemia que ha hundido la economía a niveles solo comparables a la Guerra Civil.
La respuesta no puede ser otra que la de la unión de todas las fuerzas de la ciudad en favor de una hoja de ruta común que trascienda legislaturas y que fije un rumbo de salida claro. Y ese objetivo solo se consigue poniendo en valor el pacto y el consenso, a la vezqueaparcandolosdogmatismosy los prejuicios. Consenso conlleva generosidad y cesión. Sin este gran acuerdo, Barcelona tendrá más dificultades para salir del pozo en el que nos ha metido el coronavirus. Existe un serio intento de lograr ese gran pacto con el plan de recuperación de Barcelona donde convergen partidos políticos y sociedad civil. Pero no debe quedarse en un mero documento declarativo. Debe convertirse en el mapa que guíe a la ciudad a recuperarse de esta crisis y salir aún más fortalecidos. Ante este horizonte, el sector privado debe ser responsable, comprometido, generoso y mirar más allá de sus cuentas de resultados cortoplacistas. Si la ciudad funciona y prospera, será un beneficio colectivo
La ciudad más potente del Mediterráneo europeo se halla en un momento muy delicado. Un escalofrío recorre la espina dorsal de Barcelona a causa de la Covid-19, pero hay algo más. Miremos el mapa. Mientras estábamos confinados ocurrieron algunas cosas relevantes en Libia, uno de los principales países productores de petróleo y gas natural de la cuenca mediterránea. (Los primeros cargamentos de gas licuado que Pere Duran Farell hizo llegar a Barcelona en los años sesenta provenían de Libia).
Turquía ha enviado fuerzas militares a Libia para fortalecer al Gobierno de Trípoli frente a la fracción de Bengasi, apoyada por Egipto, Rusia y Emiratos Árabes. Turquía vuelve a operar como fuerza expansiva en el Mediterráneo, ante el espanto de Grecia y la preocupación de Francia. (Hace unos días, dos fragatas turcas “iluminaron” con sus radares una fragata francesa ante las costas libias). El Mediterráneo oriental se está convirtiendo en un avispero, y el futuro político de Argelia, país productor de más de la mitad del gas que se consume en España, es una gran incógnita.
Barcelona, la más dinámica ciudad del Mediterráneo occidental, se halla averiada como consecuencia de la epidemia, y se le está moviendo el mapa. Después de los Juegos Olímpicos de 1992, Barcelona consiguió la proeza de convertirse en una de las ciudades más atractivas de Europa, mediante la virtuosa suma de diversos factores: clima, mar, monumentalidad, gastronomía, prestigio internacional, cosmopolitismo, buenos centros universitarios, un gran club de fútbol, una cierta capacidad de experimentación, transgresión controlada, más cierta dosis de conflicto político. (Los conflictos también tienen su atractivo). Barcelona ha triunfado gracias a su capacidad de amalgamar personas e intereses. Esa alquimia ahora está en peligro, en una región del mundo enervada.
¿Qué hacer? Confiar en la ciencia (el control de la epidemia es fundamental), estudiar los mapas y reforzar los cimientos: capacidad de trabajo, ayuda mutua e innovación. Hay que volver a lo clásico para poder recuperar el experimento mediterráneo: más pactos, más empresarios, más sindicatos, más Cáritas.