Moverse por la metrópoli, difícil ecuación
con el transporte público como espina dorsal. El año pasado superó los mil millones de viajes. Y eso a pesar del déficit de infraestructuras en las conexiones metropolitanas, debido a una histórica falta de inversiones que urge corregir. Es precisamente en estos movimientos más largos en los que parece que el coche ha emergido si cabe con mayor intensidad mientras que los trenes van muy por debajo de su capacidad. En los más cortos, los internos, ganan terreno los desplazamientos a pie, en bicicleta y en vehículos de movilidad personal (patinetes o similares).
Ante esta evolución tan desigual, el riesgo de colapso viario y de alza de la contaminación es alto. El escenario que dibuja la desescalada parece ir en sentido contrario al que se ha impulsado en los últimos tiempos, tendente a reducir el tráfico privado para recortar las emisiones de gases, una obligación que viene de la UE por motivos de salud. Respirar aire sucio provoca enfermedades y muertes. Así las cosas, aún en situación de pandemia, ¿se puede seguir frenando e incluso prohibiendo el uso del coche? Las grandes ciudades europeas mantienen sus agendas medioambientales y no parecen estar dispuestas a que la emergencia sanitaria del coronavirus desplace de su lista de prioridades la otra emergencia, la climática. Por ello es más urgente que nunca que los ciudadanos vuelvan a confiar en el transporte público.
Más espacio peatonal a costa de calzadas para vehículos a motor, cierres de calles al tráfico, nuevos carriles para bicis y restricciones o impedimentos de acceso a los automóviles más contaminantes, como la zona de bajas emisiones (ZBE), que Barcelona