El Ayuntamiento como primer dique fiscal
ley que impide a las administraciones locales generar déficit. La ley de Estabilidad que impulsó el ministro de Hacienda del PP Cristóbal Montoro en el 2012 nació en un momento en el que el desfase presupuestario en el conjunto de las administraciones públicas amenazaba con disparar la deuda pública hasta niveles insoportables. De hecho, aquel crecimiento de la deuda, que la ha situado en el entorno del 100% del PIB, es lo que en esta crisis ha dificultado la puesta en marcha de mayores políticas de impulso público como las que sí han activado otros países.
El entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro –no sin cierta contestación en el Congreso–, sacó adelante una ley con la que impedía a las corporaciones locales gastar ni un solo euro más de lo que tenían. Esa norma sigue presente, aunque cada día son más las voces (políticos, empresarios economistas y académicos) que creen que, dada la magnitud de la tragedia actual, sería este un momento óptimo para tirar de esos recursos acumulados durante años de sacrificios presupuestarios.
“Soy partidaria de hacerlo”, dice Núria Bosch, profesora de la UB e investigadora del IEB. “Ahora es el momento de que los ayuntamientos se dediquen a hacer políticas contracíclicas. Los ayuntamientos en general pueden hacer mucho gasto social en una situación crítica como la actual”.
Los empresarios también ven en el superávit municipal una opción para revitalizar la economía de la ciudad. “Fuimos de los primeros que lo planteamos al Gobierno
Las hojas de los plátanos de mi barrio tienen un color verde muy inusual en esta época. Brillan tanto que parece que alguien, de noche, se ha encaramado a la copa del árbol y ha enjuagado su hojarasca. Ya ha entrado el verano, no había visto nada igual. Otros años su color era feo, enfermizo. Se iban retorciendo sobre sí mismas como si sintieran un terrible dolor físico y se desprendían de golpe, a destiempo.
El coronavirus, que enferma y mata a la gente, ha revitalizado a esos árboles. Paradójico. Los primeros fueron plantados en la segunda mitad del siglo XIX. Forman parte del paisaje histórico. Les gusta despuntar por encima de los edificios y son un especie híbrida, algo así como los barceloneses. El caso es que, gracias a estos meses sin contaminación, las hojas respiran, qué guapas, y no caen a traición. Hay quien considera que ser plátano ya no se lleva y que deberían sustituirse por el almez. No. En su defensa diré que, igual que la ciudad, estos árboles expían pecados que no son suyos, pero los unos y la otra lo resisten todo. Lo demostraron cuando les alcanzaron las hogueras en ese fatal octubre de banderas y conflicto.
Contemplo los plátanos pletóricos y evoco la ciudad entera. Maldita seas, que no estás en tu mejor momento y aun así estás hermosa. En los meses de confinamiento he disfrutado de las calles desiertas, del silencio, de caminar por un paseo de Gràcia y una rambla sin agobios, de ver jugar a unos niños con un balón en la plaza Sant Felip Neri, de descubrir un Gòtic que solo conocía en fotos de los setenta... Lo disfruté antes, tanto como me ha atormentado después. Una crisis con muy mala leche convierte esa postal en una pesadilla, con negocios en quiebra y más pobreza.
Se equivocarán los gestores políticos si se dejan llevar por lo artificial de una Barcelona vacía y desprecian lo que hay de necesario en el turismo porque, según su criterio, asalta a lo nuestro. Cunde la idea de que esta urbe, con modales de pueblo pero alma de metrópoli, va a perder su identidad y hay que cambiar el modelo por otro que caiga más simpático. No. Como los plátanos, los turistas son parte del paisaje de esta ciudad, también de su identidad, con todo lo bueno y lo malo, parte de su progreso y su libertad. Como los plátanos, puede ocurrir que de la crisis Barcelona saque algo bueno porque es fuerte. No me gustaría ver pasar la destoconadora por su tronco.