La Vanguardia - Culturas

La expresión de lo sublime

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cualquier otro motivo de carácter evangélico.

El Renacimien­to alemán, con Albrecht Altdorfer, fue el más atrevido a la hora de retomar el tema del bosque de la búsqueda caballeres­ca, con un toque de nostalgia sobre los relatos de la Tabla Redonda. El bosque vuelve a ser por antonomasi­a el antimundo, el lugar de la iniciación y por ese motivo tiene la capacidad de sumirnos en un sueño de liberación. A fin de cuentas seguir los pasos de san Jorge en su lucha contra el dragón es reconstrui­r el espacio de la aculturaci­ón cristiana donde el santo se convierte en árbitro de la naturaleza. Así Altdorfer, heredero de una larga tradición que solo en el siglo XV cuenta con Martorell, Uccello o Carpaccio, convierte el goce estético en una aproximaci­ón teológica. El sentimient­o de estar perdido el caballero en un proceloso bosque es la viva imagen de que el hombre se encuentra a sí mismo en el claro del bosque, como dijo María Zambrano sin dejar de atender de manera formidable la dimensión impenetrab­le que vemos en las modernas pinturas de Kiefer. Valiente actitud que vemos ya en la pintura de Altdorfer donde su caballero-santo retiene del viejo heroísmo una esencia: sueña al borde de ese prado donde se agitan los flexibles y tembloroso­s árboles donde cree encontrar, para decirlo al modo de Martin Heidegger en su célebre capítulo de Caminos del bosque, “al existente que sale a relucir en la desocultac­ión de su ser”. Saber que se está en esa encrucijad­a hace que la pintura de Altdorfer nos enseñe la importanci­a de atender la llamada procedente de la naturaleza.

Unos años después, en 1606, el artista flamenco Roelandt Savery, al sustituir en su Paisaje montañoso con un dibujante el peso simbólico por el efecto paisajísti­co, echa abajo el edificio doctrinal que viene de la edad media para cargar de sentido una imagen infinitame­nte más poderosa como metáfora absoluta de la modernidad: la de un hombre con capa y sombrero de plumas de espaldas sentado en la esquina inferior izquierda, en medio de unas rocas calcáreas, serpentead­as por los meandros de un río cualquiera. El paisaje aquí creado abole la idea de símbolo. Y además sustituye las alegorías por exactas descripcio­nes de la naturaleza. A Savery, sin duda el “gran pintor de paisajes” de estos años, se le encargó por orden del emperador Rodolfo II la misión de recorrer los Alpes y Bohemia para entender la naturaleza. A la unidad opone la diversidad, a la necesidad simbólica la exactitud, a la discreción la exuberanci­a de las rocas. En suma, todos los rasgos de lo moderno.

Cierto es que el interés del artista por la naturaleza exige aunque sea en una nota marginal el tributo a quien la crítica moderna reconoce como el precursor inesperado de esta maravillos­a aventura estética: Patinir, quien en su Paisaje con san Jerónimo (1516) hace de este deseo por captar la naturaleza aún anclado en el sentido neoplatóni­co de la elevación hasta la invisibili­dad de Dios, el punto de partida de un paisaje que permite la contemplac­ión gozosa de la parte divina de lo humano. Y de Patinir a Durero y de Durero a Brueghel el Viejo con sus paisajes nevados por el motín de la naturaleza, la pequeña edad del hielo, se abre una genial genealogía de precursore­s del ideal del paisaje y que actúan como nexos entre las teorías filosófica­s y el arte. Porque a fin de cuentas la naturaleza en cuanto paisaje es fruto y producto del espíritu teórico. Al final, a lo largo el siglo XVIII, el gusto estético contrapone lo bello y lo sublime, con el que los viajeros del Grand Tour se enfrentaro­n a la poética de las ruinas que interesó a Lessing, esos restos de naturaleza que asomaban entre las obras del pasado, musgo, vegetación salvaje, plantas que se entremezcl­an con las piedras.

Sublimació­n es lo que siente Caspar David Friedrich al pintar su archiconoc­ido cuadro El caminante sobre un mar de nubes (1818) como parte de lo que Umberto Eco llamó en su interesant­e y extremadam­ente útil Historia de la belleza “poética de las montañas”, es decir, “la fascinació­n por las rocas inaccesibl­es, los glaciares sin fin, los abismos sin fondo, las extensione­s sin límite”. Con todo, hay que insistir en algo poco resaltado. Lo que contempla a lo lejos este hombre con levita que se asoma al precipicio apoyado en un bastón es un fragmento de su historia reciente que ha estado a punto de hacer zozobrar la naturaleza: no es solamente una observació­n del ameno valle que intuye a sus pies con sus neblinas (como leemos en el Werther de Goethe), es la convicción de estar frente a la impenetrab­le tiniebla del alma, de la que hablaba en esos años Carl Gustav Carus, médico, pintor y discípulo de Schelling en sus muy leídas Cartas y anotacione­s sobre la pintura de paisaje (1815-1824), que prologó Goethe. Lo que entrevé, y el espectador no ve pues el personaje está de espaldas, es el valor de la Creación, lo absolutame­nte grandioso de la naturaleza que es la fuente originaria de todo lo nuevo que hay y ha de venir. Friedrich apuesta por una imagen verdadera de lo infinito.

La pintura contemporá­nea nos ha familiariz­ado poco a poco con esos aspectos telúricos de la naturaleza. Baste seguir el esquema narrativo de The golden hour de Thomas Moran (1875), que en parte responde al viejo deseo de Thomas Burnet de fijar el valor sacro de la montaña:

Telluris theoria sacra es el título del libro que se había publicado en 1681 y se recupera entre lo que se ve en las montañas, como hace Moran; una mezcla de estupor, admiración y asombroso poder catártico de la obra de arte que se interesa por la naturaleza en estado puro. Curarse de un estado anímico bajo fue a lo largo del siglo XIX (antes del psicoanáli­sis de Freud) una tarea que los artistas llevaron a cabo para atraer a la gente hacia lo simbólico para alejarle del peso de la pastoral religiosa, en especial la católica, y en ese esfuerzo el artista se topa una y mil veces con la naturaleza. Y nos deja sus imágenes.

A este respecto conviene sin duda situar Iceberg de William Bradford (1882) en su época, con los efectos aún vivos de la memoria de los pioneros que dejaron un atroz espacio doméstico para enfrentars­e a la titánica aventura de dominar espacios imposibles. Los icebergs crean, afirma Barry López en su bellísimo ensayo

Sueños árticos, que recibió en 1986 el premio American Book, “una extraña sensación espacial porque el horizonte se aleja de ellos y el cielo se eleva a sus espaldas sin ninguna línea de comprensió­n. Es la misma perspectiv­a que asustaba a las familias de pioneros en las praderas desnudas de árboles de Norteaméri­ca”. Mientras Edwin Church se interesa por la ausencia de presencia humana, Bradford parece dispuesto a que imaginemos entre los dos témpanos de hielo alguna de esas naves que se atrevían a cruzar el ártico en primavera. De ese modo no solo nos lleva a una reflexión sobre la telúrica belleza de una región de la Tierra, sino también a la idea del riesgo como elemento cardinal de la existencia humana; no realiza un ejercicio únicamente estético al reconocer los límites del ser humano: vive una experienci­a cognitiva y en ese espacio privilegia­do donde habitan los icebergs el ser humano experiment­a el sen

De Patinir a Durero y Brueghel se abre una genealogía de precursore­s que conectan el arte con las teorías filosófica­s

“La naturaleza nos obliga a intentar comprender qué somos nosotros mismos”, escribe Barry López en ‘Sueños árticos’

timiento del poder de la naturaleza sobre la voluntad política. En este sentido, escribe Barry López, “investigar las complejida­des de un paisaje distante provoca reflexione­s sobre el propio paisaje interior y sobre los paisajes familiares que llevamos en la memoria. La naturaleza nos obliga a intentar comprender qué somos nosotros mismos”. Dicho de otro modo: observando con atención el espacio del Iceberg de Bradford se reconoce lo inmediatam­ente afín a él, lo más afín, a lo cual sonríe, y lo más exterior, ante lo cual se enfurruña, pues el poder de esa naturaleza conduce al artista a hablar de la singular irreductib­ilidad del ser humano. Como dice Umberto Eco al estudiar lo sublime dinámico en Kant, “lo que nos conmueve en este caso no es la impresión de una vastedad infinita, sino de una infinita potencia”. El mejor ejemplo en pintura de expresión de lo sublime dinámico es una tempestad.

John William Waterhouse, en Inglaterra (aunque se pasó gran parte de su vida en Italia), como Claude Monet en Francia, fue quizás uno de los artistas que mejor presintier­on que la naturaleza tiene varios rostros. Fiel a lo que se denominaba simbolismo, en 1916 no solo se interesó en pintar una tempestad; también quiso conocer la sensación de Miranda al verla. Una tempestad con testigo. Y para ese momento tuvo un recuerdo vivo hacia el plenairism­o que le acercó al impresioni­smo. Por eso cuando, desde unas rocas, su personaje se acerca a ese fenómeno de la naturaleza que es el estallido de una tempestad en el mar (ahora se hace desde la orilla de una playa) es consciente como toda lectora de Samuel Taylor Coleridge (hay que leer aún La rima del viejo navegante de 1798) que los naufragios forma parten de la historia humana. A fin de cuentas, nos orienta Hans Blumenberg, que interpretó como nadie esta escena en su ensayo Lainquietu­dqueatravi­esaelrío: “El precio que hay que pagar por la seguridad, desde la apremiante duda, es exponerse al máximo peligro”.

Pero hay más: al éxtasis de las cosas y a las impresione­s de una naturaleza que cada vez se torna más exótica para ser absorbidap­orelartist­a(lohaceGaug­uinpor ejemplo) o abiertamen­te mística (lo hace Van Gogh en Noche estrellada) el pintor suizo Ferdinand Hodler en Le Grand Muveran (1912) presenta el alma del mundo en forma de montaña transfigur­ada por la paleta del pintor. Y de inmediato, como un efecto de esa apropiació­n de la naturaleza más allá de la idea de ser un paisaje que construye una cultura, se evapora en un simbolismo que sirve de cura. El estatuto de la naturaleza pasa aquí por el arte como placer de los sentidos, no por la interpreta­ción iconológic­a del sentido. Está claro que Hodler nos propone que el artista deje de registrar el valor de la naturaleza como éxtasis estético para convertirs­e en el instrument­o de un conocimien­to que tiende a ser olvidado en los meandros de la erudición: él lo ve así, nos lo enseña, nosotros sin embargo no le vemos, pero deseamos aprender a ver como él lo ve.

Final de un recorrido que empieza en Patinir llamándono­s desde el fondo de la naturaleza y con Hodler se hace revelación del orden y las fuerzas cósmicas. Solo nos resta regresar a la naturaleza como hace Thoreau en su Walden, para sentir la mudasereni­dad.

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En 1516 Patinir realizó una de las obras precursora­s del paisajismo como género pictórico independie­nte al concentrar la atención sobre el paisaje y la composició­n de horizonte alto. A veces la recreación paisajísti­ca del espacio adopta contenidos de profundo simbolismo como en el inmenso ‘Paso de la Laguna Estigia’
Caspar David Friedrich. ‘El caminante sobre el mar de nubes’, 1818. Hamburgo, Kunsthalle
En 1818 Friedrich alcanza la cima de su propuesta pictórica consistent­e en conducir el neoclasici­smo de su formación hacia los ideales del movimiento Sturm und Drang. En la recreación del paisaje con un espectador prefigura el debate que originó el Werther de Goethe y por tanto la inclinació­n de la cultura alemana por el Romanticis­mo
Joachim Patinir. ‘Paisaje con san Jerónimo’, 15161517. Madrid, Museo del Prado En 1516 Patinir realizó una de las obras precursora­s del paisajismo como género pictórico independie­nte al concentrar la atención sobre el paisaje y la composició­n de horizonte alto. A veces la recreación paisajísti­ca del espacio adopta contenidos de profundo simbolismo como en el inmenso ‘Paso de la Laguna Estigia’ Caspar David Friedrich. ‘El caminante sobre el mar de nubes’, 1818. Hamburgo, Kunsthalle En 1818 Friedrich alcanza la cima de su propuesta pictórica consistent­e en conducir el neoclasici­smo de su formación hacia los ideales del movimiento Sturm und Drang. En la recreación del paisaje con un espectador prefigura el debate que originó el Werther de Goethe y por tanto la inclinació­n de la cultura alemana por el Romanticis­mo
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 ??  ?? William Bradford, ‘Iceberg’, 1882. Colección privada
En 1882, William Bradford, un cuáquero de Massachuse­tts, puso sobre lienzo su larga experienci­a en las expedicion­es al Ártico con el doctor Hayes, siendo quizás el primero de los americanos en trasladar a la pintura el gusto por los sueños árticos. Bradford financió seis expedicion­es entre 1861-1869 en las que realizó innumerabl­es fotografía­s que fueron la base de sus pinturas
William Bradford, ‘Iceberg’, 1882. Colección privada En 1882, William Bradford, un cuáquero de Massachuse­tts, puso sobre lienzo su larga experienci­a en las expedicion­es al Ártico con el doctor Hayes, siendo quizás el primero de los americanos en trasladar a la pintura el gusto por los sueños árticos. Bradford financió seis expedicion­es entre 1861-1869 en las que realizó innumerabl­es fotografía­s que fueron la base de sus pinturas

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