Diamantes en el cielo
El gran escritor estadounidense James Salter recrea sus doce años como aviador, en los que llegó a realizar más de cien misiones en la guerra de Corea
En 1931, durante la rueda de prensa del premio Femina a la novela Vuelo nocturno, un periodista con demasiados prejuicios en su haber preguntó, no sin poca sorna, cómo era posible que alguien fuera piloto y escritor a la vez, a lo que Antoine de Saint-Exupéry respondió con otro interrogante: “¿Cuál es la diferencia?”. Y es que, como ha apuntado en alguna ocasión Antonio Iturbe –autor de la biografía novelada A cielo abierto (Premio Biblioteca Breve, 2017)–, cuando Saint-Exupéry alzaba la mirada desde la carlinga de su avión, no veía estrellas en el cielo, sino collares de diamantes. Para él, volar era un acto poético y la emoción que le embargaba cuando atravesaba una tormenta era la misma que sentía cuando se atascaba en una frase.
Es de suponer que otros escritores procedentes del mundo de la aviación, como podrían ser Roald Dahl, Anne Morrow Lindbergh o Richard Bach suscribirían sin ambages las palabras de su colega francés, y sólo hay que abrir la nueva traducción de Los cazadores para certificar que James Salter habría hecho lo mismo. El escritor realista más importante de la reciente literatura estadounidense –con permiso de Updike, Cheever, Yates o Ford, entre otros– fue cadete en la academia militar más elitista del país, West Point, y durante los siguientes doce años ejerció como piloto, llegando a realizar más de cien misiones en la guerra de Corea a bordo del F-86 Sabre, un caza que sólo tenía un rival digno de mención: el Mig-15 soviético.
Los cazadores convierten aquella experiencia bélica en una novela –traducida en 2003 por Eduardo Chamorro bajo el título Pilotos de caza (El Aleph) y ahora vuelta a traducir por Eugenia Vázquez Nacarino para Salamandra– cuyo protagonista, Cleve Connell, es un joven de enorme ambición que se ha propuesto convertirse en el mejor piloto de guerra de todo el ejército, objetivo para el cual ha de abatir un mínimo de cinco cazas coreanos. Sin embargo, sus sueños de grandeza se desinflarán cuando compruebe que sus colegas son mucho más diestros que él y que abatir un Mig-15 es tan difícil como matar una mosca con un tirachinas. Con todo, su fuerza de voluntad no se quebrará –como tampoco lo haría años después la protagonista de Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach, un autor estilísticamente muy distinto que, no obstante, compartía la pasión por el vuelo de Salter– y se lanzará a la caza del enemigo
Cleve Connell es un joven de enorme ambición que se ha propuesto convertirse en el mejor piloto de guerra
Cuando el autor envió la que fuera su ópera prima a una editorial, las puertas del mundillo literario se le abrieron de par en par
con una energía que, avanzadas las páginas, atrapará al lector.
Los cazadores es una obra maestra en su género, quizá la mejor novela jamás escrita sobre los combates en el cielo, y la prueba de su calidad la encontramos en el hecho de que, cuando Salter envió la que fuera su ópera prima a una editorial, las puertas del mundillo literario se le abrieron de par en par. La novela tuvo tanto éxito en 1956 que, dos años después, Dick Powell rodó una versión cinematográfica protagonizada por Robert Mitchum y Robert Wagner. La película guarda poco parecido con la historia original, pero sirvió para que su autor se afianzara en el imaginario cultural norteamericano y para que encontrara la tranquilidad necesaria para escribir. fantasía sobre “el estallido de la guerra nuclear”. No lo entendíamos, pero esa canción y otras iba configurando el imaginario de esa generación. Explorarlo es lo que propone Las horas bajas.
Fernández es narrador y activista. No sé si bailó con Nena. “Crecí en una comarca minera muy intensamente politizada, en unos años en los que la reconversión industrial golpeaba con saña”. Militó en asociaciones en defensa del medio ambiente o de los derechos lingüísticos del asturiano (en esta lengua escribe sus ficciones). En su arranque se vinculó a Podemos y la lectura política de aquel ciclo quedó plasmada en la recopilación de artículos
Apuntes de pragmática populista, donde caracterizó a Rajoy como el encargado de reconfigurar el régimen del 78. De alguna manera su nuevo ensayo parte del fin de ese ciclo. “Fuimos incapaces de profundizar en la crisis del régimen constitucional”. ¿Dónde ubicarse entonces? En la comprensión más que en la resignación. ¿Dónde estamos?
Las horas bajas, con epílogo vírico incluido, es sobre todo un ambicioso ejercicio de crítica cultural escrito por un profesor de filosofía que se adentra en la tradición del pensamiento occidental (de Platón a Butler pasando por Descartes) y las formas artísticas (de La montaña mágica o Beckett al cine de Marvel pasando por Bowie) para meditar sobre las angustias existenciales de su generación. “Hemos crecido esperando el momento de ver morir a todo el mundo”. de temas y formas, y ambos con el ocaso de la civilización occidental y, en términos absolutos, del planeta”.
Ubicado en esa posición, interpreta diversos fenómenos artísticos que han dado forma al imaginario de los hermanos pequeños de los boomers: los niños y adolescentes de los ochenta. Presenta las novelas de Michael Ende, que construyeron nuestra fantasía, como epopeyas conservadoras porque se oponían al progreso sin plantear alternativa emancipadora alguna. En diversas ocasiones se refiere a las adaptaciones cinematográficas de los cómics de El Capitán América o Los vengadores. Así arranca y así cierra tras reconocerse, como su admirado Marck Fischer, como alguien cuya principal educación sentimental fue la música pop. Aquí, amigo lector, tienes a un prototipo de dicha sentimentalidad.
El libro, sin manual de instrucciones, pide método y concentración para seguir un discurso exigente y deshilvanado