El oficio de sobrevivir
Félix de Azúa recrea de forma poco convencional andanzas juveniles en París y Barcelona
En otras manos, la historia que se cuenta en Tercer acto tendría una originalidad relativa. ¿Quién no ha leído ya las aventuras de unos jóvenes de los años setenta que escapan a París en busca de libertades? Pero Félix de Azúa (Barcelona, 1944) aporta una mirada personalísima que puede prescindir de la trama convencional en favor del azoramiento que sentíamos al abrirnos al mundo en los años de abundancia del corazón. Es el corazón del protagonista, un niño bien de Barcelona que viaja a París con una beca para escribir una novela sobre Lacan. Una vez allí se une a un círculo de jóvenes compatriotas que frecuentan una tertulia en un bar del Barrio Latino. Aparentemente son exiliados de última hornada que revolotean en torno a un refugiado político, quien sobrevive como profesor de griego y se convierte en su mentor contagiándoles de nihilismo radical.
Pero en el fondo todo es una pose, o más bien una singladura generacional escrita con la tinta de la bohemia y el heroísmo de salón. Aunque estos jóvenes se sienten víctimas del régimen de Franco, nadie les ha perseguido: viven allí por azar, por aburrimiento, por romanticismo. Siguiendo el espíritu de la época, están marcados por el compromiso ideológico y la audacia inconsciente ante las drogas y el sexo. Sin embargo el fin de la dictadura pondrá al descubierto la cruda realidad: el sueño de los héroes toca a su fin. Ya no hay nadie a quien culpar de las frustraciones. Muerto el enemigo, se quedan casi sin razón de ser. Este canto del cisne juvenil es también la peripecia de un pueblo, el nuestro, que habrá de reinventarse y corromperse hasta convertir nuestro suelo en una inmensa taberna para las masas del mundo. Así pues, Tercer acto no solo es el retrato de unos seres que cambiaron la fisonomía española –o simplemente asistieron a ello– sino la escenificación de un deterioro más profundo. Lo que había empezado como una Bildungsroman coral en clave francesa, culmina en la “deformación” o “deconstrucción” implacable que nos impone el tiempo. A todos.
Azúa lo cuenta en un texto híbrido que participa de las estrategias del ensayo, la velada autobiografía, la crónica generacional y la ficción. Fiel a su estilo, hay aquí una cultura reconocible que es directa; pero también hay otra cultura sumergida que elude la referencia y brilla como un código que resulta estimulante descifrar. En el memorable capítulo de la “iluminación” de Josean, por ejemplo, se alude a un ángel en cuyos pies se agolpan cadáveres. Esa imagen es un topos benjaminiano, pero se adapta armónicamente al entorno natural –una cueva marina de la Costa Brava– alejado de la historia. El libro abunda en esta clase de guiños, y uno de los encantos de Azúa es que cualquier lector puede disfrutar de la narración sin el deber de manejar sus pulcras herramientas.
Azúa da lo mejor cuando el narrador
Todo es una pose, o más bien una singladura generacional escrita con la tinta de la bohemia y el heroísmo de salón
se halla solo y evoca sus viejas andanzas en París o en Barcelona. Ese deambular por los pliegues del pasado le inspira deliciosas y brillantes reflexiones sobre la ciudad, la filosofía, los libros, los viajes, la historia, la vejez, la muerte; también vuela muy alto en el pasaje del adiós a la madre, la visita a un anciano Ernest Jünger o el final de uno de sus viejos camaradas. Aunque la narración no siempre fluye majestuosamente –demasiados saltos en el tiempo a lo Quentin Tarantino–, palpita animada por la inteligencia, el humor, la emoción y el ingenio marca de la casa. También de una cierta amargura, comedida y elegante, por todo lo perdido. No es nostalgia: es algo indefinible que nos habla del sentido de vivir, del dolor y su belleza.
PENGUIN RANDOM HOUSE. 222 PÁGINAS. 18, 90 EUROS