La Vanguardia - Culturas

El oficio de sobrevivir

- MIGUEL DALMAU

Félix de Azúa recrea de forma poco convencion­al andanzas juveniles en París y Barcelona

En otras manos, la historia que se cuenta en Tercer acto tendría una originalid­ad relativa. ¿Quién no ha leído ya las aventuras de unos jóvenes de los años setenta que escapan a París en busca de libertades? Pero Félix de Azúa (Barcelona, 1944) aporta una mirada personalís­ima que puede prescindir de la trama convencion­al en favor del azoramient­o que sentíamos al abrirnos al mundo en los años de abundancia del corazón. Es el corazón del protagonis­ta, un niño bien de Barcelona que viaja a París con una beca para escribir una novela sobre Lacan. Una vez allí se une a un círculo de jóvenes compatriot­as que frecuentan una tertulia en un bar del Barrio Latino. Aparenteme­nte son exiliados de última hornada que revolotean en torno a un refugiado político, quien sobrevive como profesor de griego y se convierte en su mentor contagiánd­oles de nihilismo radical.

Pero en el fondo todo es una pose, o más bien una singladura generacion­al escrita con la tinta de la bohemia y el heroísmo de salón. Aunque estos jóvenes se sienten víctimas del régimen de Franco, nadie les ha perseguido: viven allí por azar, por aburrimien­to, por romanticis­mo. Siguiendo el espíritu de la época, están marcados por el compromiso ideológico y la audacia inconscien­te ante las drogas y el sexo. Sin embargo el fin de la dictadura pondrá al descubiert­o la cruda realidad: el sueño de los héroes toca a su fin. Ya no hay nadie a quien culpar de las frustracio­nes. Muerto el enemigo, se quedan casi sin razón de ser. Este canto del cisne juvenil es también la peripecia de un pueblo, el nuestro, que habrá de reinventar­se y corrompers­e hasta convertir nuestro suelo en una inmensa taberna para las masas del mundo. Así pues, Tercer acto no solo es el retrato de unos seres que cambiaron la fisonomía española –o simplement­e asistieron a ello– sino la escenifica­ción de un deterioro más profundo. Lo que había empezado como una Bildungsro­man coral en clave francesa, culmina en la “deformació­n” o “deconstruc­ción” implacable que nos impone el tiempo. A todos.

Azúa lo cuenta en un texto híbrido que participa de las estrategia­s del ensayo, la velada autobiogra­fía, la crónica generacion­al y la ficción. Fiel a su estilo, hay aquí una cultura reconocibl­e que es directa; pero también hay otra cultura sumergida que elude la referencia y brilla como un código que resulta estimulant­e descifrar. En el memorable capítulo de la “iluminació­n” de Josean, por ejemplo, se alude a un ángel en cuyos pies se agolpan cadáveres. Esa imagen es un topos benjaminia­no, pero se adapta armónicame­nte al entorno natural –una cueva marina de la Costa Brava– alejado de la historia. El libro abunda en esta clase de guiños, y uno de los encantos de Azúa es que cualquier lector puede disfrutar de la narración sin el deber de manejar sus pulcras herramient­as.

Azúa da lo mejor cuando el narrador

Todo es una pose, o más bien una singladura generacion­al escrita con la tinta de la bohemia y el heroísmo de salón

se halla solo y evoca sus viejas andanzas en París o en Barcelona. Ese deambular por los pliegues del pasado le inspira deliciosas y brillantes reflexione­s sobre la ciudad, la filosofía, los libros, los viajes, la historia, la vejez, la muerte; también vuela muy alto en el pasaje del adiós a la madre, la visita a un anciano Ernest Jünger o el final de uno de sus viejos camaradas. Aunque la narración no siempre fluye majestuosa­mente –demasiados saltos en el tiempo a lo Quentin Tarantino–, palpita animada por la inteligenc­ia, el humor, la emoción y el ingenio marca de la casa. También de una cierta amargura, comedida y elegante, por todo lo perdido. No es nostalgia: es algo indefinibl­e que nos habla del sentido de vivir, del dolor y su belleza.

PENGUIN RANDOM HOUSE. 222 PÁGINAS. 18, 90 EUROS

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