Diálogo y estética
Una veintena de obras de la segunda mitad del siglo XX de la Fundació Suñol diseminadas en la colección del MNAC: una nueva mirada
Imaginemos una butaca de orejas como testigo de una meditación sobre la Verge dels Consellers de Dalmau; imaginemos que a esa butaca (que además es de Tàpies) se la considera un intruso, y entonces nos hallamos en el interior de este proyecto expositivo ideado por Sergi Aguilar y Àlex Mintrani y puesto en escena por LluísAlabern.Nuestraconcienciadelarte es tan fuerte que interviene en la percepción de este espacio bajo el lema “todo es presente”. Un buen homenaje, quizás intencionado, a Jan Mukarovsky, quien en 1932 advirtió de la necesidad de situar la obra de arte como soporte de un valor estético objetivo para el diálogo entre tiempos y espacios diversos. Han pasado muchos años y el estructuralismo se convirtió en un modo de entender la obra de arte lejos de ser un depósito orgánico dispuesto cronológicamente. Lo plantearon Claude Levi-Strauss al estudiar a Poussin y Jacques Le Goff para definir el espacio vital de la caballería medieval.
Desde el momento en que asumimos que una obra de arte requiere ser contextualizada caben dos opciones: o bien mirarla como expresión de un tiempo pasado, o bien situarla como emisor de significados para quien la valora como parte de su sensibilidad. Aquí se ha optado por el segundo camino, que requiere entender las analogías simbólicas entre lo que es una obra de arte y su posición por ese elemento que aquí se llama “lo intruso”. Alguien, o algo, muestra el valor estético de una obra que hemos visto muchas veces, estimula la creatividad en el mismo modo que un intérprete activa una pieza musical. No es escandaloso que los comisarios hayan resituado las obras elegidas para sus fines, colocando un objeto, un mensaje o un contrapunto, como hace José María Sicilia para interpretar la textura del paso del tiempo en los revocos de los muros de un edificio: el reconocimiento de que la palidez de una obra de arte del pasado se debe a ese hecho ineluctable, que entre ella y nosotros, sus espectadores, han pasado cientos de años. Y es que interesan las conexiones que vivifican el significado de una obra de arte, así lo plantea Jaume Xifra para que asumamos el dolor en el siglo XII a partir de la sombra de una silla de espinas que se proyecta bajo la mirada del Pantocrátor de Taüll, y con la misma intensidad de la que parece una ventana sacada del vano de Santa María, de Susana Solano, conservando todo su valor, pero a la vez huyendo de la jerga de los eruditos para desencriptar, desde un conocimiento esotérico, o no, lo que dicen esas obras.
Al pasear por las salas, nos damos cuenta de que el arte puede dialogar consigo mismo superando la distancia temporal. Entonces, el apotegma “todo es presente” muestra la fortaleza de su enunciado, creándose una atmósfera especial que transfigura la noche temática de una tabla gótica en un grito épico sobre la existencia humana. Los ojos de los ángeles, vigilados por los ojos que despliega Evru/Zush, despiertan la sensación de los grandes iniciados (recordemos la navaja rasgando un ojo en la película de Buñuel ideada por Dalí), y la despierta porque, a partir del momento que logramos comprender la situación, empezamos a encontrarle un valor a una obra de arte románica, un valor concreto, un valor estético, que muy bien puede abrir el espíritu a lo oculto. Y, casi como una capa etérea, situada a la misma altura de la capa de la Misericordia que acoge a sus fieles que propone Eva Lootz. O los pies atados de Cristo de Darío Villaba, que se elevan hacia un cielo incierto, fijado en lo traslúcido.
Integrar el paisaje, como propone Hernández Pijuan, en el alma humana, determinar su propensión a soñar a partir de lo que nos sugiere, sea el tormentoso juego de colores de Joaquín Mir, sea una línea sobre un plano, cuya observación nos lleva a ese alimento sustancial de nuestro mundo, la naturaleza humana capaz de adivinar lo que hay dentro cuando casi siempre estamos fuera. Nadie (quizás con la excepción de Cezanne o Itten) ha elevado el rango de esa naturaleza que este diálogo presenta en la sala 52, la mayor tensión creativa que hoy puede verse entre el límite de lo figurativo y el límite del punto y la línea. Diálogo potenciado por las sugerencias visuales de Brossa, cuya poética visual consigue que una antigua ventanilla invertida de la Caixa, desde donde se caen las monedas, sea un elemento clave en la reflexión sobre el valor del arte.
Al salir de la muestra queda el deseo de volver porque en cada paso alcanzaremos una nueva sorpresa. Y en ese aliento por convertir el museo en el espacio de una errancia simbólica, se percibe la necesidad de crear una estrategia para que el visitante pueda recorrer todas las salas del museo. En suma, este diálogo de los intrusos, presentado con todo rigor en el MNAC, nos ha llevado una vez más al fondo del bosque, donde nos llevó una vez Altdorfer,allídondetodoesposible.
MNAC.BARCELONA.WWW.MUSEUNACIONAL.CAT. HASTA EL 7 DE NOVIEMBRE DEL 2021
(del pop al hip hop y, sobre todo, la electrónica). Si en sus primeros vídeos utilizaba algunas imágenes documentales, estas han ido desapareciendo en un proceso de destilación del discurso que da preeminencia a lo textual al tiempo que explora la capacidad narrativa de la música. El collage audiovisual resulta a menudo impactante, pero a la vez que requiere concentración para desentrañar una propuesta en la que casi siempre lo que se lee y lo que se escucha discurre por caminos paralelos pero dispares. Como se ha dicho a menudo del trabajo de Cokes, se trata de ideas para bailar.
Las ideas de Fisher, aunque conectadas con las de Cokes, no se bailan, no se ven, no se oyen. Se leen. Mark Fisher (1968-2017) fue un crítico y ensayista cultural británico cuyo centro de interés principal fue la música pero que atendía también a la literatura, el cine, la televisión... en un análisis que perseguía poner en evidencia los mecanismos y consecuencias del poder capitalista y denunciar el malestar y la banalidad que provocan. Una crítica radical que coincide en lo esencial con Cokes aunque sus objetos de análisis no sean siempre
Un policía estadounidense salía del maletero de un coche, y se preguntaba, mirando a cámara: “¿Por qué en la película de Steven Spielberg E.T. el alienígena era de color marrón?”. “No reason” (por ningún motivo), contestaba él mismo. Era el principio del memorable monólogo que abría
Rubber (2010), la tercera película del cineasta y músico galo Quentin Dupieux, protagonizada por un neumático telépata capaz de hacer estallar las cabezas de los humanos que se cruzaban en su camino. Una década después, en Mandíbulas, cuyo título rinde homenaje a Tiburón y también tiene mucho que ver con E.T. El extraterrestre, son dos tipos completamente estúpidos, encarnados por Grégoire Ludig y David Marsais –un dúo cómico muy popular en Francia por los sketches de su
Palmashow, con el que triunfaron en YouTube–, los que se encuentran en el maletero de un coche robado a una mosca gigante que, contra todo pronóstico, no será ni de lejos tan agresiva como aquella rueda de caucho asesina.
Algo ha cambiado, y mucho, entre estas dos películas. A lo largo de una década, Dupieux ha sido fiel al espíritu No reason
de aquel monólogo fundacional con una serie de personalísimas películas, que podrían definirse como un cruce entre la comedia irreverente, trufada de referencias al cine de los 80 (la obsesión por los maleteros viene probablemente de Repo Man);
la concisión de una performance / instalación de arte contemporáneo, y el surrealismo de quien considera El fantasma de la libertad (1974), que terminaba porque sí con el plano de un avestruz mirando a cámara, como la mejor película de Luis Buñuel (en sintonía con la propia opinión del genio de Calanda). Las de Dupieux eran películas que hacían su camino en festivales como Cannes o Sitges, pero resultaban un tanto ásperas y antipáticas para el gran público, incómodo ante una serie de sinsentidos en los que costaba encontrar asideros.
En Mandíbulas, Dupieux se mantiene fiel a sí mismo. Están casi todos los elementos de su cine –una marioneta u objeto que desvía la atención, la deriva absurda de los personajes, el ojo clínico para retratar los espacios...–, y al mismo tiempo es todo generosidad con el público. Su sentido del humor se ha vuelto directo y comprensible, y va sobrado de humanismo, porque Mandíbulas es ante todo una oda a la amistad, personificada por estas réplicas francesas de Jim Carrey y Jeff Daniels, aquellos Dos tontos muy tontos (1994), que nos resultan mucho más reales, entrañables y próximos. Imposible encontrarse un amigo a la salida de la proyección y no imitar su saludo cómplice. Mandíbulas invita a la risa floja y a la carcajada desacomplejada, que es justo lo que necesitamos en estos tiempos aciagos.
Y la guinda del pastel no es otra que Adèle Exarchopoulos. La actriz de mejillas ardientes revelada por La vida de Adèle
(Abdellatif Kechiche, 2013), por la que mereció en el Festival de Cannes una extraordinaria Palma de Oro a la mejor actriz compartida con Léa Seydoux, ha corrido el peligro de desaparecer bajo el peso de aquel icónico personaje. De hecho, al cabo de dos o tres años no le quedó otra que ponerse gorra, una chapa con nombre falso, y servir sándwiches en la tienda de su padre. Pero Dupieux le ha regalado un papel absolutamente desopilante, capaz dedestruirparasiemprelaideadeperma
El cine de Dupieux puede definirse como un cruce de comedia irreverente, performance y surrealismo buñueliano
Aquel pajarito obsesivo e hiperactivo llamado Mr. Oizo
nente corazón roto en la que la habíamos encasillado. Hasta Ludig y Marsais han confesado que no podían aguantarse la risa en las escenas que compartían, pues Adèle da vida a una chica trastornada por un brutal accidente de esquí, que solo puede hablar gritando a pleno pulmón y vive frustrada porque nadie la escucha.
La sensación que nos deja la evolución de Dupieux a lo largo de esta última década es la de un lento proceso de destilación enelqueporfinsehaliberadodelamisantropía
Por un anuncio de Levi’s le recordarán, aquel en el que aparecía una simpática marioneta amarilla moviendo la cabeza al son de una infecciosa música electrónica, allá por el año 2000. La canción era Flat beat, un maxi que vendió tres millones de copias, firmado por el propio Dupieux, bajo el alias de Mr. Oizo (Sr. Pájaro), y el francés también estaba detrás de la cámara. Desde los doce años, este hijo de mecánico había sido aquel niño rarito que hace películas con sus amigos. Hasta que le descubrió el dj estrella Laurent Garnier en el garaje de su padre. Le encargó unos videoclips, y así empezó su carrera como músico –lleva ocho discos publicados– y como cineasta –en curiosa sincronía, también lleva ocho largos–. Personaje obsesivo e hiperactivo, le gusta ocuparse de todo: no solo escribe y dirige sus películas, sino que también las monta y las fotografía, además de ponerles banda sonora, aunque en Mandíbulas ha delegado en el grupo Metronomy, para los que ya dirigió el clip Night owl (2016). Su mujer, Joan Le Boru, se ocupa de la dirección artística y del diseño de producción. Todo queda en casa.
propia de un artista que, enfrascado en su búsqueda, no podía acabar de abrirse a los demás. En contraste con la oscuridad de su anterior película, aquí estrenada como La chaqueta de piel de ciervo (2019) y presidida por un Jean Dujardin esquizofrénico que hablaba con su prenda favorita, Mandíbulas es todo luz. Luz y felicidad. La luz de una Costa Azul en la que es posible ver a una bicicleta tuneada de unicornio rosa remolcando un coche averiado.