Las mil caras de Notre Dame
En la tarde del 15 de abril del 2019, comenzó a arder Notre Dame. Fue una conmoción iniciada en el mismo lugar del acontecimiento, la Isla de la Cité, en pleno centro de París. La gente se arremolinaba para ver las llamas; yo también lo hice, descendiendo desde la colina de Sainte Geneviève, mientras todos escuchábamos las noticias y los rumores, y, lo reconozco, nos tragábamos las lágrimas. El capitán de bomberos temía por el derrumbe de una de las torres. Se trabajaba contra reloj. Al final, quedó un edificio calcinado y las noticias sacudieron al mundo entero. Nadie fue ajeno a la tragedia. Los símbolos tienen eso, que son capaces de sensibilizar a todos. Comenzó entonces el debate entre expertos. ¿Qué hacer? La restauración de un edificio que soportaba sobre él la historia de ocho siglos no es un asunto baladí. Se han publicado decenas de artículos de prensa y algún que otro libro. Aquí emerge la idea de hacer, desde varios museos parisinos adaptados a la normativa que exige su cierre por la emergencia sanitaria, una exposición online, La catedral de Notre Dame de París en más de 100 obras: grabados, daguerrotipos, fotografías, dibujos, diseños, planos, recortes de prensa y vídeos. Es como si toda la ciudad quisiera hacerle, desde la distancia presencial que obliga la pandemia, un homenaje.
Revisitar la transformación de la catedral desde que a mediados del siglo XII se construyera en alto estilo gótico francés, hasta hoy, desde los años de consolidación de la dinastía de los Capetos, bajo la vigilancia de una pléyade de intelectuales como los llamó el medievalista Jacques Le Goff que se arremolinaban en la “otra orilla”, la izquierda, hasta el momento en que sus fachadas se rellenaron de sacos terrenos para protegerla de un posible bombardeo con los grandes cañones en la Primera Guerra Mundial. En sus primeros pasos, Notre Dame se elevó como un canto mariano, a Nuestra Señora, dentro de un universo armónico que tenía en la músicadePerotinussucompositoryaPedro el Cantor como responsable de dirigir una estética en apoyo de la política monárquica. Aunque el edificio fue remodelado muchas veces, ampliado y sometido a mejoras por parte de los reyes de la casa Borbón en el siglo XVII, que lo llenaron de capillas adyacentes, de tumbas y relicarios, y que luego decayó, como todo lo que tenía que ver con la tradición del cristianismo latino en las últimas décadas del siglo XVIII y con la Revolución, hasta reducirse a ser una simple iglesia católica de ferviente devoción pero apartada del curso de los acontecimientos que tenían lugar en otros barrios de las ciudad: en la cercanía del Arsenal, el pueblo tomaba la Bastilla y desaparecía luego por las calles del Marais en dirección a los barrios populares, mientras que la buena sociedad asumía la conversión de la Madeleine en el templo laico por excelencia de la nueva Nación, dejando a Notre Dame como un recuerdo de épocas poco gratas para los círculos ilustrados.
Ese edificio en decadencia fue recuperado por la iniciativa de un célebre escritor del siglo XIX, Victor Hugo, quien, en su novela El jorobado de Notre Dame (1831) reavivó el interés popular por aquel templo que miraba al Sena. Desde el Petit Pont y otros lugares cercanos se pensaba en los sueños de Esmeralda y se atisbaba una nueva imagen de la iglesia, reconstruyendo o ideando nuevas gárgolas para
Jean Eugène Auguste Atget, c. 1900. Fotografía
darle ese sentido romántico que cautivó al insigne arquitecto Eugène Viollet-le-Duc y al escritor doblado en responsable del Patrimonio de Francia, Prosper Mérimée. Había que reconstruir Notre Dame conforme a los principios del revival neogótico, como le gustaba decir a Lord Kenneth Clark en sus célebres programas de la BBC, eliminando todo lo que no era demasiado medieval. Y entonces se hizo esa parte admirable, la aguja y su soporte en madera y plomo que ardió como la yesca aquel lunes del 2019 a seis días de la Pascua.
Con Viollet-le-Duc alcanzó la imagen de referencia de una obra de arte en la época de la reproducción mecánica, que diría Walter Benjamin: miles de fotografías, decenas de miles de postales, imanes
‘El jorobado de Notre Dame’, de Victor Hugo, recuperó el interés por el templo, en decadencia desde la Revolución
de nevera, todo el mundo quería una instantánea desde un puente del río con esa Notre Dame de Viollet-le-Duc como telón de fondo. Tantas veces reproducida, tantas veces admirada; y que además significó un reto para las vanguardias que, según Walter Benjamin, entendían la Stryge de Charles Méryon como el lugar desde donde mirar ese París que iba perdiendo sus maravillosos pasajes a medida que avanzaba el siglo XX.
En 1990, se pusieron unas rejas para impedir el paso y así la Stryge quedó alejada de su público, aunque su inquietante figura se libró de las llamas y ahora forma parte del debate de cómo restaurar lo perdido en Notre Dame en ese momento trágico de su historia reciente. Mientras esperamos la restauración, tenemos las referencias
Henry Meyer, portada del ‘Le Géant’, 26 de abril de 1868
visuales, desde los dibujos y grabados del XVI hasta la primera emisión en directo de una misa (en el rito anterior al Concilio Vaticano II) de lo que fue el espacio de la memoria europea. Una vez acabada ya veremos que queda de esa vieja Notre Dame, el edificio de las mil y unacaras.
Una exposición en internet rescata la historia de la catedral parisina
LacatedraldeNotreDamedeParísenmásde100obras Dibujo de la aguja destruida en 1792. Anónimo
La imagen del escritor, dramaturgo, compositor y actor Noël Coward (1899-1973) siempre estará asociada a la elegancia de un esmoquin y eterno cigarrillo entre los dedos o a la de un batín de seda como excentricidad esnob. Este estilo, entre esa elegancia típicamente british y la individualidad exhibicionista del dandi, se recrea en la exposición Noël Coward: Art & style que le dedica la Guildhall Art Gallery de Londres en colaboración con la Noël Coward Foundation.
La muestra coincide con el centenario del debut de Coward en 1920 en el West End, el Broadway londinense; un periodo, el intervalo de entreguerras, en el que Coward se forja como uno de los creadores más populares de la escena anglosajona en su doble proyección de dramaturgo e intérprete. Gracias, entre otras, al éxito de piezas teatrales como Vidas privadas –que comparte con otra leyenda de la escena, Gertrude Lawrence–, Coward construye ese personaje seductor y adorado por el público, que reúne esa mezcla de ingenio, ironía y elegancia. Unas características que lo hermanan con otro personaje contemporáneo, el compositor Cole Porter, en ese periodo de efervescencia que señala la era del jazz y la Segunda Guerra Mundial. Ambos también comparten una homosexualidad proyectada con discreción, pero mientras Porter la vivirá de una forma encubierta, con la tapadera de su matrimonio, Coward gozará de diferentes parejas conocidas a lo largo de su vida.
En la década de los años treinta del siglo XX Coward podía presumir de ser el escritor mejor pagado del mundo. Las adaptaciones de sus obras teatrales por parte de Hollywood confirman su estatus. En España a partir de la posguerra el nombre de Coward comienza a frecuentar las carteleras teatrales, teniendo a la actriz y adaptadora Conchita Montes como una de sus introductoras escénicas. Aunque para entonces, los años cincuenta, la dramaturgia de Coward había perdido algo de su mordiente, su figura como creador continuaba gozando de aquella aureola que había hecho de él uno de los nombres sagrados de la escena. Comedias, revistas musicales, operetas, melodramas, Coward había pasado de un género a otro con facilidad, sumando su condición de intérprete, cantante y hasta de bailarín, un palmarés difícil de igualar por otros autores contemporáneos.
En sus obras recoge esa ruptura con los valores morales, obsoletos y conservadores que se proyecta con libertad después de la Primera Guerra Mundial. Un espíritu crítico y hedonista que incluye también un mensaje antimilitarista en obras como Cavalcade (1930), donde retrata la vida de una familia británica en las primeras décadas del siglo XX. El patriotismo de Coward se volcará con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ciudad de Londres bombardeada diariamente por la aviación alemana. Su canción London Pride se convierte en el himno orgulloso de una ciudad que resiste las bombas de la Luftwaffe. A propósito de uno de los bombardeos que le sorprende cenando en el Hotel Savoy, con su ironía característica señala: “Un par de bombas cayeron muy cerca, pero la orquesta siguió tocando, mientras cantábamos. No me hubiera perdido esta experiencia por nada del mundo”.
Para la portada de su álbum Noël Coward at Las Vegas, un disco que recoge su presentación en la ciudad en la mitad de la década de los cincuenta, Coward aparece en medio del desierto de Nevada, impecablemente vestido, sosteniendo una taza de té. Ese estilo, sofisticado pero a la vez proyectado con naturalidad, es el argumento que recorre la exposición Noël Coward: Art & style. “Coward es especialmente celebrado por su ingenio verbal pero la exposición nos muestra sus producciones originales que fueron fiestas visuales para el público, obteniendo una gran influencia internacional en la moda y el diseño, reflejando ese estilo personal de Coward”, señala Brad Rosenstein, comisario de la exposición. “Desde su guardarropa hasta la decoración de su casa, como ocurre con sus canciones y obras de teatro, nos siguen sorprendiendo por su modernidad y frescura”.
La exposición ha reunido, entre otros objetos, decorados y vestuarios de las producciones teatrales, obras de arte de su colección, fotografías, cartas personales, manuscritos musicales, objetos cinematográficos,diseñosfirmadospornombres como Cecil Beaton, Edward Molyneux, Norman Hartnell; un repertorio iconográfico que recorre los estilismos del siglo XX. No faltan piezas icónicas como los batines que Coward lució dentro y fuera de la escena o el traje dorado que usó para su actuación en Las Vegas. Como señalan los organizadores, la exposición es una gran oportunidad para revivir el mundo teatral, aquella escena social que protagonizó Coward y que hizo de él, un personaje singular vistiendo un pijamadeseda.
Noël Coward: Art & style
GUILDHALL ART GALLERY. LONDRES. A PARTIR DEL 14 DE ENERO
he begut (Poliorama) y Per un sí o per un no (Teatre Akadèmia). Para gusto de todos los lectores...
En Europa, hace años que los grandes directores se han abocado a la prosa. Thomas Ostermeier, por ejemplo, tiene a punto la versión de Vernon Subutex 1 de Virginie Despentes y está triunfando con el ensayo de Édouard Louis Quién mató a mi padre, de quien ya hizo Historia de la violencia, vista en Temporada Alta. Ivo van Hove está preparando la adaptación de Las cosas que pasan, del clásico holandés Louis Couperus, después de versionarle La fuerza oculta, que pasó por el Grec 2016.
“De la dramaturgia contemporánea echo de menos la voluntad de confrontarse con el mundo que nos rodea con una mirada compleja y madurada”, nos asegura Iván Morales, el director que hay detrás de Asesinato en el Orient Express y que ya ha adaptado otros libros como Instrumental, de James Rhodes, y Novel·la d’escacs, de Stefan Zweig. Morales lamenta que, a menudo, el teatro de hoy está “demasiado contaminado” de la escritura televisiva: “El teatro, a veces, se hace más para empujar ideas concretas que para cuestionar ciertos temas”. Y añade: “El teatro contemporáneo abandona el terreno de la ambigüedad, que es el vehículo para transmitir ideas complejas. La novela es ambigua por naturaleza, así como la dramaturgia clásica. Por eso hay textos que hace siglos que se hacen”.
No hace siglos, pero sí meses, que Morales está intentando convencer a varios productores para levantar la obra magna de Francisco Casavella, El día del Watusi. Incluso tiene quien se pondrá en la piel de Fernando Atienza. “Adaptar una novela es como hacer trampas, ya que trabajas con un material que ya está testado”, asegura. Y pone el ejemplo deInstrumental, “un best seller gracias al cual pude tratar un tema tan complejo como los abusos sexuales a menores”.
El teatro catalán está intentando poner sus lecturas al día. Y mientras Alícia Gorina ha adaptado Solitud, de Víctor Català, Clàudia Cedó ha versionado Canto jo i la muntanya balla, de Irene Solà, un gran éxito todavía presente en las librerías. Gorina explica que “descubrir a Víctor Català ha sido una pasada, más allá de Solitud”. “La leí en el instituto por obligación y hace unos años que la redescubrí, junto con los cuentos y la novela
Un film (3000 metres)”, recuerda. Como Morales, a Gorina la novela le sirve para romper clichés: “Víctor Català se atreve a hablar de un tema que era un tabú –la violencia contra las mujeres– y que hoy en día está desgraciadamente de moda. Pone a una mujer en el centro de la historia y lo explica desde su punto de vista, reivindicándose como protagonista de su historia”.
Para Cedó adaptar Solà ha sido un regalo, ya que es una fan. También es consciente del reto, ya que, de entrada, le parecía muy difícil trasladar su mundo al teatro. “La novela es muy poética y el teatro es acción, cosas que pueden estar enfrentadas”, nos dice. Además, ha buscado en todo momento que “los espectadores entren en el texto” y evitar los largos monólogos que suelen frecuentar las adaptaciones malas.
Para retos, sin embargo, los que se ha marcado Àlex Rigola en los últimos años como responsable de las versiones de 2666, de Roberto Bolaño, e Incerta glòria, de Joan Sales. Ahora tiene entre manos la adaptación de otra novela popular. “La novela es más rica que el teatro, porque la historia no está cerrada en un diálogo: es una fuente de material inacabable”, dispara Rigola. Y añade: “Los textos teatrales escritos hasta ahora, en un 95 por ciento, siempre han sido diálogos. La literatura, en cambio, te obliga a imaginarte cosas”.
La adaptación de novelas y ensayos se ha hecho habitual. Hablamos con directores que la impulsan
Cedó ha aprendido, con su primera dramaturgia, a desprenderse de partes de la novela que creía imprescindibles. Para Rigola hay cosas a las que el dramaturgo no puede renunciar: “Las sensaciones que sientes cuando lees una novela”. Eso es, según él, “no traicionar el original”. “No es tan importante que la obra resultante siga punto por punto la historia como que el público sienta lo mismo que si la leyera”, indica.
Si hace falta, pues, la mayoría de directores y dramaturgos no dudan en acudir a otros materiales próximos. Gemma Beltran, directora de la compañía Dei Furbi, que ahora están en el Brossa con la adaptación de Amerika de Kafka bajo el título de Oklahoma, me decía hace unos años que había utilizado El castillo y Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, para aliñar su versión. Tenía una buena excusa: Walter Benjamin, nos recordaba Beltran, escribió un texto en el cual comparaba Amerika ¡y la obra maestra del Nobel siciliano!
Rigola remarca un aspecto que a menudo pasamos por alto y que no es menos importante: el estilo del novelista y su batalla con el lenguaje. Morales habla de la relación del escritor con el material con el que trabaja y pone el ejemplo de El día del Watusi y Casavella, que estuvo bregando muchos años con él. Calixto Bieito, autor también de muchas dramaturgias, me lo decía a raíz de su versión de Obabakoak, de Bernardo Atxaga: “Obaba son muchas cosas, las bicicletas de cuando eras un niño, la escuela, el hielo, los charcos... Pero también es la lucha de un escritor para buscar la palabra”.
“El teatro es un diálogo hecho desde el presente con el material que sea”, afirma Morales. Y las novelas, por lo tanto, son un material precioso a la hora de conversar con la realidad, bien para recordarnos de dónde venimos, bien para poner de manifiesto dónde estamos. Y cuando hemos visto todos los Shakespeare y Chéjov posibles, Svetlana Alexiévich, porejemplo,nosapetecemucho.
Una playa al borde del Atlántico, en verano. A unos pocos metros, un padre ayuda a su hijo pequeño en la construcción de un castillo de arena, y la madre, con una camisa por encima del bikini, le acaba de poner crema solar en la espalda a su hija adolescente, tumbada sobre la toalla. Una idílica estampa familiar, que se rompe cuando tres policías irrumpen en el plano. El inspector habla con los padres, aunque a esa distancia no se oye más que el rumor de las olas, y la pareja de uniformados se lleva a la chica, que se ha puesto unos shorts, y les sigue diligentemente.
Impecable apertura para el tercer largo de Stéphane Demoustier, un realizador sobre todo conocido por ser el hermano de la actriz Anaïs Demoustier, ubicuo rostro de porcelana del cine galo que aquí viste la toga de una implacable fiscal. La chica del brazalete arranca dos años después de la escena playera, con las vistas del juicio a una aparentemente imperturbable Lisa, encarnada por la debutante Melissa Guers, que compartió lecho con su mejor amiga poco antes de que esta apareciera salvajemente acuchillada. El arma del crimen no ha sido hallada, y en el cuerpo de la víctima no hay más restos de ADN que los suyos.
En teoría, La chica del brazalete es un remake de la argentina Acusada (Gonzalo Tobal, 2018), a su vez inspirada en el mediatizado caso de Amanda Knox, aunque el tono es tan distinto –la argentina tiende a la espectacularidad, la francesa aboga por la elegancia de la discreción– que casi diríamos que no tienen nada que ver. En Demoustier encontramos ecos de Camus y de Bresson. La indiferencia de Lisa recuerda a la de Meursault, amén de que, ante la falta de pruebas, la fiscal opta por juzgarla desde un prisma moral, exponiendo supuestos móviles, que evidenciarían la
El director hace suya la máxima de “comprender sin juzgar” y abona la incertidumbre sobre la culpabilidad de la acusada