El arte de envejecer
Nos hayamos en un gran supermercado de Crosby, un pequeño pueblo de Maine, en Estados Unidos. Entra una mujer. Tiene la sensación de que todo el mundo la mira. Está incómoda, angustiada. Ante el estante de la mantequilla, no encuentra la marca que siempre compra. Elige otra cualquier, no importa, pero cuando se agacha para cogerla, las piernas le flaquean. Está a punto de desmayarse. No cae al suelo porque una mano firme la sujeta a tiempo. A su lado tiene un cuerpo alto, corpulento, con un abrigo rojo, y una voz sólida que lanza palabras de consuelo. ¿Es una aparición de Santa
Claus? No. Quien está ayudando a su antigua alumna, ahora enferma de cáncer, es Olive Kitteridge. A los que leímos hace años la novela titulada con su nombre nos puede sorprender descubrir una Olive que sea capaz de tanta ternura, pero es que con la edad aquella bruja gruñona se nos ha ablandado. Si ya nos sedujo entonces, por su capacidad de hablar claro ante un mundo hipócrita, ahora tampoco nos decepcionará. Doce años después de ganar el Pulitzer y el Premio Llibreter con Olive Kitteridge, la autora reencuentra su personaje. El título original es Olive, Again aunque los editores de aquí hayan optado por subrayar la luz de febrero que se describe en uno de los momentos más reveladores de la novela.
La Kitteridge de ahora lleva dos años viuda y se casa con un profesor de Harvard jubilado que ya habíamos conocido en la novela anterior. Ambos continúan en su pueblo, lleno de solitarios que luchan por sobrevivir, con familias genuinamente americanas hechas de padres e hijos que pueden pasar años sin verse. Olive aparece en medio de toda esta gente como un personaje un poco irreal, un pegote divertido, excéntrico, a veces difícil de digerir porque es diferente. El contraste aún la hace más interesante y así debe ser porque toda la novela de
Strout está basada en escenas inconexas de la vida cotidiana de la antigua profesora: ahora la vemos como no acaba de encajar con el hijo y unos nietos malcriados; ahora, como se instala con un marido que le parece un poco esnob, a ella, que es una pueblerina; ahora, como trata de adaptarse en el residencial donde vivirá sus últimos días sin entender la alegría de los viejos que cantan cuando los llevan en minibús. Son como cuentos cerrados y algunos de los personajes que aparecen: la chica a la que Olive ayuda a parir en la parte de detrás de su coche; la mujer que regresa al pueblo porque ha heredado una casa carbonizada... todos podrían ser los protagonistas de otras novelas. S i a la autora le ha dado por ir recuperando material, tiene donde elegir.
Strout tiene una gran capacidad narrativa. En pocas líneas, ya nos tiene dentro de un entorno que, en principio, no es muy emocionante: una comunidad cerrada donde cada uno va a la suya, pero entre las descripciones atmosféricas, los personajes frágiles y sus salidas clarividentes, nos mantiene enganchados, exactamente como si miráramos una serie. Hay una lectura más profunda, claro,no en vano estamos ante la autora de Mi nombre es Lucy Barton, donde seguíamos la conversación entre una madre y una hija sin edulcorantes. La precisión de Strout a la hora de retratar al ser humano va penetrándonos sin que nos demos cuenta. En este caso, nos ofrece una reflexión sobre la vejez y la muerte. Su personaje principal las va soltando, como quien no quiere la cosa. Con su aparente simplicidad, se plantea la gran pregunta: “¿Quién he sido”. No existe unaúnicarespuesta.
Elizabeth Strout vuelve a ‘Olive Kitteridge’
Aquella bruja gruñona se nos ha ablandado; tras dos años de viudedad se casa con un profesor de Harvard jubilado
Elizabeth Strout Luz de febrero / Llum de febrer
DUOMO EDICIONES / EDICIONS DE 1984- TRADUCCIÓN AL CASTELLANO: JUANJO ESTRELLA/ AL CATALÁN: ESTHER TALLADA. 368 / 384 PÁGINAS, 18 EUROS