El almacén de la memoria
Menchu Gutiérrez entreteje un complejo misterio protagonizado por los espacios cerrados, los objetos simbólicos y el vacío
Nacida en Madrid en 1957, Menchu Gutiérrez es uno de los mejores ejemplos de cómo son infinitos los caminos que nos conducen a una novela que se sale de los dominantes cánones impuestos por el realismo de origen decimonónico. Su ensayo San Juan de la Cruz (2003) y sus traducciones de E.A. Poe, William Faulkner o Jane Austen responden a las mismas exigencias, en una escritura que parece proceder del silencio: “La creación literaria y el misterio, que es su motor, se dedican a extraer palabras de una materia silenciosa”. Por eso necesita la plasticidad de la imagen para hacerla visible. Colaboradora con numerosos artistas plásticos, acepta que “hay un origen plástico en mi escritura”, y “comienzo a escribir porque me parece que puedo ir más lejos con la palabra que con la pintura”, por eso “hay un origen plástico en mi escritura”.
Para ello necesita un espacio donde crear este museo de los objetos: el faro en la obra que tal vez mejor la representa, El faro por dentro (2011), o Araña, cisne, caballo (2014), donde en el tejido de la araña están todos los espacios cerrados (las jaulas, los párpados, las vitrinas de los museos, el bosque, el baúl) que encontramos ahora en La mitad de la casa, que aquí son dos casas, la del verano y la de la ciudad, verdadero almacén de la memoria. La narradora tiene sesenta años y también quince, ya que no hay una frontera entre pasado y presente, y por lo mismo ha conocido la vida y la muerte. Se nos omiten muchos detalles. Gracias a la memoria regresamos al padre y la madre en el jardín, una presencia siempre presente; pero sabemos muy poco de ellos; y menos sabemos de E., que a veces se confunde con la propia narradora anónima. Y tanto a la casa como a sus habitantes llegamos a través de la contemplación y del recuerdo.
Observar le produce sosiego y, al mismo tiempo, intranquilidad. Vemos la enredadera del muro, el movimiento de los peces le resulta hipnótico, observa atentamente su cuarto y su cama, que es el centro del núcleo de la casa, y todo oculta un secreto y un misterio, ligado al nombre, que es la palabra mágica. Nombrar cosas cuyo verdadero significado –si lo tienen– se nos escapa, pero que están allí, las vemos como se ven los recuerdos, todo lo que procede del interior y del silencio. Y aquí está la magia de la escritura de Gutiérrez, donde la infancia y la muerte se encuentran, porque es a través del tiempo que entendemos la naturaleza de la casa. Vivas o muertas, las cosas siguen allí, aunque dentro de un inmenso vacío. Recorre el jardín donde de los animales solo quedan
La narradora tiene sesenta años y también quince; no hay frontera entre pasado y presente, ha conocido la vida y también la muerte
los fantasmas, y en la caseta está la memoria de los que la habitaron. Todo le hace pensar en los cuerpos fosilizados de Pompeya. Mira la despensa y se le hace visible el paso del tiempo. En el espejo del mueble bar ve un pasillo infinito de espejos. Y hay un gusto especial por la percepción: “Si presto una atención máxima al descolgar el auricular, lograré escuchar las palabras que siguen circulando por el hilo, sin pasado ni futuro”. O por el detalle, como el dedal en el costurero de la madre muerta con “los huecos de sus incontables y diminutas semiesferas, picoteadas por un pájaro perfecto”. En realidad, la casa –en la que está la vida entera de su autora– es la escritura, donde “el único medio de recuperar el significado es crearlo”. Y en este proceso de creación están el misterio ylafascinacióndelapalabra.
La casa funciona como juego metafórico con la escritura, donde el único medio de recuperar el significado es crearlo
SIRUELA. 108 PÁGINAS. 17,95 EUROS