¿Hay que acabar con los premios binarios?
Desde hace algún tiempo se debate la posibilidad de terminar con la división de géneros en los premios importantes. Es decir, que exista solo “mejor intérprete” y no “mejor actriz” y “mejor actor”. En los Brits, los premios británicos de la música, la rigidez del sistema actual ha quedado en evidencia, ya que Sam Smith, compositor y cantante de género no binario, no ha entrado en las categorías de mejor solista femenina ni masculino. En cambio, su disco, Love goes, sí compite como mejor disco del año, y resulta un tanto extraño, porque el álbum obviamente no se ha compuesto ni interpretado solo. También hay quien cree que, de unificarse las categorías, terminarían dominándolas los hombres y conviene, pues, mantener la segregación.
A Adrienne Miller le tocó, con solo 25 años, sustituir en el puesto de editora de ficción de la revista Esquire a Rust Hills, un editor legendario que había impulsado las carreras de Richard Ford, Don DeLillo, Wiliam Gaddis, Ann Beattie, John Cheever, Cormac McCarthy y de su pareja durante un tiempo, Joy Williams. Miller llegó allí en 1998, lista para el cambio de milenio y para un cambio de paradigma en las letras norteamericanas. Aquellos fueron los años de la última ronda antes de la resaca digital, cuando un agente pedía tranquilamente un millón de dólares a una revista por el privilegio de prepublicar un capítulo de una novela de Tom Wolfe, por ejemplo. Sus memorias de aquellos años, que publica ahora Península y son una jugosa fuente de salseo editorial, se titulan muy apropiadamente En tierra de hombres, aunque están en realidad vampirizadas por un solo hombre, David Foster Wallace, con el que Miller tuvo una relación que hoy se calificaría de tóxica y que queda en el libro como un tipo genialoide y gelatinoso, con el que nunca querrías que saliera tu mejor amiga.